NOCTURNOS
Cómo eres tú para mí
Me pides que te diga cómo eres, que te describa. No sé si por dentro o por fuera, si quieres que te hable de tu ética y tu estética. Me resulta imposible. Ni tú misma lo sabes. Te desconoces. Te ignoras. Yo tampoco sé cómo soy. Desconozco mi intimidad. Soy, no obstante, un doctor en mis defectos y carencias.
Te intuyo, amor, porque el alma también exhala perfumes. Más la tuya. Nos moriremos sin saber cómo fuimos, solo lo que hicimos bien, mal o regular y la frustración de no haber hecho lo que deseamos. El abismo entre el deseo y la realidad resulta insuperable para los humanos, seres tan egoístas. Dentro de ti no sé se hay más almas. Yo soy varios en un solo cuerpo. Uno, el que más estimo, el que quisiera ser siempre, se ha enamorado de ti. El otro, el más complejo y desconfiado, quiere que me aleje de tu carne, que me olvide de tu espíritu, que tú ya estás enamorada de otro hombre y que es cuestión de tiempo que formes con él una pareja. También te quieres demasiado a ti misma. Ese narcisismo me alejó de ti. El yo bueno, por otra parte, no se lo cree. No quiero sufrir antes de tiempo.
Yo solo puede describir lo que veo, lo que aprecio según mis cánones estéticos sobre la belleza femenina. Voy a intentar dibujar con palabras cómo comprendo tu cuerpo, tu rostro, tu todo, tu globalidad femenina. Si te pareciese cursi, quema esta carta, y …perdóname.
Recuerdo que la primera vez que mis ojos te captaron, me pareciste como una mujer extraída de un óleo de Modigliani. Eras como una pintura hecha carne, coronada por un largo cabello ensortijado, una odalisca de en un harén musulmán. No recuerdo muy bien cómo cubrías tu epidermis. Sí que llevabas un vestido, de amplio vuelo, con el que jugaba la brisa de aquella mañana de primavera, al que tus piernas, tan esbeltas, tan de Partenón ateniense, propias de una top módel mediterránea, te otorgaban una sensual danza, un paso de baile.
Ahora, cuando mis ojos se acercaron a tu cara, a tu carne, a tu voz, juro que la edad te fue esculpiendo: pasaste de ser una obra de arte fresca –no tomes el término en su acepción más estúpida- a ser una obra de maestra del arte femenino. Recorrería cada centímetro cuadrado de tu rostro con besos pulcros, y me detendría en tus cejas, para mimarlas con el dedo corazón de mi mano diestra. Soplaría, suavemente, sobre tus pestañas para contemplar cómo sonríen. Solo mis besos tornarían apasionados cerca de tu boca de niña, de Lolita, manantial de tu linda voz. La forma y el rictus de tu cara me provocan una sensación extraña: sexo y deleite, mimos y ternura. Esa rara combinación que convierte a una mujer en una dama y, por fin, en una diosa.
Me toca ahora descender a tu cuerpo. Son tus senos de una discreta belleza. No quieren ser patrimonio del sexo, sino tentación para el poeta que sepa escribir versos sobre su cumbre y hallar la rima en el valle que los separa. Son simetría sensual. Dos cúpulas bizantinas, diseñadas por un orfebre de la sencillez sobre un pecho soberbio. Todo en ti es excesivo: las manos, que te invitan a asirlas, a depositar en cada dedo besitos de infante e incluso, si lo permites, algún leve mordisquito de cariño.
Eugenio-Jesús de Ávila
Me pides que te diga cómo eres, que te describa. No sé si por dentro o por fuera, si quieres que te hable de tu ética y tu estética. Me resulta imposible. Ni tú misma lo sabes. Te desconoces. Te ignoras. Yo tampoco sé cómo soy. Desconozco mi intimidad. Soy, no obstante, un doctor en mis defectos y carencias.
Te intuyo, amor, porque el alma también exhala perfumes. Más la tuya. Nos moriremos sin saber cómo fuimos, solo lo que hicimos bien, mal o regular y la frustración de no haber hecho lo que deseamos. El abismo entre el deseo y la realidad resulta insuperable para los humanos, seres tan egoístas. Dentro de ti no sé se hay más almas. Yo soy varios en un solo cuerpo. Uno, el que más estimo, el que quisiera ser siempre, se ha enamorado de ti. El otro, el más complejo y desconfiado, quiere que me aleje de tu carne, que me olvide de tu espíritu, que tú ya estás enamorada de otro hombre y que es cuestión de tiempo que formes con él una pareja. También te quieres demasiado a ti misma. Ese narcisismo me alejó de ti. El yo bueno, por otra parte, no se lo cree. No quiero sufrir antes de tiempo.
Yo solo puede describir lo que veo, lo que aprecio según mis cánones estéticos sobre la belleza femenina. Voy a intentar dibujar con palabras cómo comprendo tu cuerpo, tu rostro, tu todo, tu globalidad femenina. Si te pareciese cursi, quema esta carta, y …perdóname.
Recuerdo que la primera vez que mis ojos te captaron, me pareciste como una mujer extraída de un óleo de Modigliani. Eras como una pintura hecha carne, coronada por un largo cabello ensortijado, una odalisca de en un harén musulmán. No recuerdo muy bien cómo cubrías tu epidermis. Sí que llevabas un vestido, de amplio vuelo, con el que jugaba la brisa de aquella mañana de primavera, al que tus piernas, tan esbeltas, tan de Partenón ateniense, propias de una top módel mediterránea, te otorgaban una sensual danza, un paso de baile.
Ahora, cuando mis ojos se acercaron a tu cara, a tu carne, a tu voz, juro que la edad te fue esculpiendo: pasaste de ser una obra de arte fresca –no tomes el término en su acepción más estúpida- a ser una obra de maestra del arte femenino. Recorrería cada centímetro cuadrado de tu rostro con besos pulcros, y me detendría en tus cejas, para mimarlas con el dedo corazón de mi mano diestra. Soplaría, suavemente, sobre tus pestañas para contemplar cómo sonríen. Solo mis besos tornarían apasionados cerca de tu boca de niña, de Lolita, manantial de tu linda voz. La forma y el rictus de tu cara me provocan una sensación extraña: sexo y deleite, mimos y ternura. Esa rara combinación que convierte a una mujer en una dama y, por fin, en una diosa.
Me toca ahora descender a tu cuerpo. Son tus senos de una discreta belleza. No quieren ser patrimonio del sexo, sino tentación para el poeta que sepa escribir versos sobre su cumbre y hallar la rima en el valle que los separa. Son simetría sensual. Dos cúpulas bizantinas, diseñadas por un orfebre de la sencillez sobre un pecho soberbio. Todo en ti es excesivo: las manos, que te invitan a asirlas, a depositar en cada dedo besitos de infante e incluso, si lo permites, algún leve mordisquito de cariño.
Eugenio-Jesús de Ávila

















Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.122