...y me enamoré

Admiro el mundo femenino, emanación de toda obra de arte sensible, compartida con genios homosexuales, que recogen en sus adentros dos almas: la de la mujer y la del hombre, para alcanzar la perfección. No voy a citar aquí nombres y apellidos de excelsos artistas de la literatura, escultura, pintura, cinematografía. Me niego a contagiarme de pedantería.

De mi adoración a las damas, gesté una dificultad para enamorarme, porque todas las mujeres que pasaron por mi vida me mostraron virtudes extraordinarias. Cuando joven, un tanto estólido, bastante divinizado, preñado de vanidad, me llamaba la atención la belleza de las mujeres, más que su talento. Cuando adulto, profundicé más allá de la envoltura de esas féminas que pasaron por mi vida. Sé que solo me enamoro sí esa persona, femenina, que aparece en tu camino, ignoro si para acompañarte hasta el final, donde señala la meta de la nada, o durante un breve periodo, provoca tal invasión de sensibilidad, arte, elegancia, genio e inteligencia que me rindo ante tal mujer.

Quizá, cuando se me apareció, como Virgen de Lourdes, en mi segunda edad, se habían oxidados mis armas de seductor. Ya no esperaba nada, solo el placer que procura la cópula, el hedonismo de caricias, toques y besos. Había asumido que mi vejez solo se hallaría acompañada de soledad. Y un día, se me presentó a unos centímetros de mis ojos, a la misma distancia de mi boca, y semejante a la de mi cuerpo. Y la escuché. Y la adiviné. Y le miré el alma. Y me hipnotizaron sus gestos. Y me embelesó su andar. Y me enamoré.

Soy ya de ella. Ya no me poseo. No quiero que sea mía. Una mujer tan hermosa solo debe ser patrimonio del arte, de Dios, de la vida.

Eugenio-Jesús de Ávila