CON LOS CINCO SENTIDOS
Echar de menos, echar de más
    
   
	    
	
    
        
    
    
        
          
		
    
        			        			        			        
    
    
    
	
	
        
        
        			        			        			        
        
                
        
        
 No tengo muchas ganas de nada. Casi no tengo esa fuerza que tanto me ha empujado siempre hacia el éxito o el precipicio porque esa fuerza,  a veces,  no hacía distinción entre el buen camino y el camino errático. Tirada en el sofá como un fardo, veo pasar las horas a cámara lenta y siento que las pierdo, que ya no las volveré a recuperar. Por eso apuro los límites cuando puedo, porque he perdido tantos minutos, tantos besos y caricias, tanta vida, que me veo en la obligación de exprimir todo lo que me rodea no sea que mañana sea tarde. He perdido días enteros discutiendo con estúpidos seres imberbes emocionales que no me apreciaban,  en un insustancial  y vacío intento de ser aceptada junto con mis argumentos.
   Me cuesta imaginar una existencia más fútil que la mía, más inservible. No he hecho nada digno de mención, tampoco es que lo haya pretendido. He pasado por aquí como quien pasea por un parque, observando el movimiento sincrónico de las hojas de los árboles mecidas por el viento, escuchando el aleteo de cualquier ave, el murmullo del agua de un río cuando pasa por cada meandro, erosionando y curvando de manera más pronunciada la tierra que lo circunda y que lo rodea.
  Cuando me invaden la melancolía, la desesperanza o el aburrimiento, pienso en mil cosas diferentes. Mi cabeza se llena de ideas peregrinas y de recuerdos de situaciones truncadas que no llegaron a nada… y me pesa el cuerpo tanto que no puedo caminar erguida. Se me caen los brazos y se me tuercen las piernas para caer de  rodillas en el suelo frío y duro de este caminar doliente que me ha tocado en suerte.
   Entonces cierro los ojos porque los párpados se arrastran para terminar la etapa y te veo grácil, liviana, sencilla y sonriente. Eres mi yo onírico, esa que aparece viva cuando todo muere; esa que tiene esperanza cuando la otra tiró la toalla hace tiempo. Somos dos y somos una. La cara y la cruz de la misma moneda con la que no se puede comprar nada pero que brilla como si la iluminasen mil estrellas fugaces. Cuando entorno las contraventanas de mi alma, apareces tú… y me llevas hasta dimensiones desconocidas o conocidas por mí,  en las que me siento a salvo y con el suficiente poder para hacer y decir lo que siento sin que nadie me corte las cuerdas vocales.
   Cuando amanece y la luz de la mañana atraviesa el velo de mis ojos, vuelvo a sentir miedo e incertidumbre y me siento pequeña e insignificante. Tengo la necesidad de pasar inadvertida. Quiero que se me eche de menos, no que se me eche de más.
 
La acuarela que ilustra mi relato de hoy es de la genial artista Erica Dal Maso
Nélida L. del Estal Sastre
        
        
    
       
            
    
        
        
	
    
                                                                                            	
                                        
                            
    
    
	
    
 No tengo muchas ganas de nada. Casi no tengo esa fuerza que tanto me ha empujado siempre hacia el éxito o el precipicio porque esa fuerza,  a veces,  no hacía distinción entre el buen camino y el camino errático. Tirada en el sofá como un fardo, veo pasar las horas a cámara lenta y siento que las pierdo, que ya no las volveré a recuperar. Por eso apuro los límites cuando puedo, porque he perdido tantos minutos, tantos besos y caricias, tanta vida, que me veo en la obligación de exprimir todo lo que me rodea no sea que mañana sea tarde. He perdido días enteros discutiendo con estúpidos seres imberbes emocionales que no me apreciaban,  en un insustancial  y vacío intento de ser aceptada junto con mis argumentos.
Me cuesta imaginar una existencia más fútil que la mía, más inservible. No he hecho nada digno de mención, tampoco es que lo haya pretendido. He pasado por aquí como quien pasea por un parque, observando el movimiento sincrónico de las hojas de los árboles mecidas por el viento, escuchando el aleteo de cualquier ave, el murmullo del agua de un río cuando pasa por cada meandro, erosionando y curvando de manera más pronunciada la tierra que lo circunda y que lo rodea.
Cuando me invaden la melancolía, la desesperanza o el aburrimiento, pienso en mil cosas diferentes. Mi cabeza se llena de ideas peregrinas y de recuerdos de situaciones truncadas que no llegaron a nada… y me pesa el cuerpo tanto que no puedo caminar erguida. Se me caen los brazos y se me tuercen las piernas para caer de rodillas en el suelo frío y duro de este caminar doliente que me ha tocado en suerte.
Entonces cierro los ojos porque los párpados se arrastran para terminar la etapa y te veo grácil, liviana, sencilla y sonriente. Eres mi yo onírico, esa que aparece viva cuando todo muere; esa que tiene esperanza cuando la otra tiró la toalla hace tiempo. Somos dos y somos una. La cara y la cruz de la misma moneda con la que no se puede comprar nada pero que brilla como si la iluminasen mil estrellas fugaces. Cuando entorno las contraventanas de mi alma, apareces tú… y me llevas hasta dimensiones desconocidas o conocidas por mí, en las que me siento a salvo y con el suficiente poder para hacer y decir lo que siento sin que nadie me corte las cuerdas vocales.
Cuando amanece y la luz de la mañana atraviesa el velo de mis ojos, vuelvo a sentir miedo e incertidumbre y me siento pequeña e insignificante. Tengo la necesidad de pasar inadvertida. Quiero que se me eche de menos, no que se me eche de más.
La acuarela que ilustra mi relato de hoy es de la genial artista Erica Dal Maso
Nélida L. del Estal Sastre




















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