Eugenio de Ávila
Viernes, 16 de Julio de 2021
ME QUEDA LA PALABRA

Más y mejor democracia, jamás falsas dictaduras del proletariado

[Img #55114]Para todo comunista, burgués, de salón u ortodoxo, la democracia es un instrumento para alcanzar su objetivo final: la dictadura del proletariado. Mientras pueda, utilizará las ventajas de la democracia para horadarla, debilitarla, minimizarla. Criticará a los partidos burgueses por poner en peligro las libertades. Pantomima. Teatro. Mientras, aprovechará las debilidades del sistema para disfrutar de sus privilegios: ministerios, autonomías, parlamentos, cargos. Todos aquellos puestos de los que se obtengan beneficios económicos. Sabe el comunista clásico que nunca alcanzará el poder, que jamás podrá iniciar la revolución, a través de las urnas, solo en momentos de enormes problemas sociales y económicos.

 

El comunista moderno no renuncia a la propiedad privada, ni mucho menos, ni a dejar una herencia a sus descendientes; porque prefiere una vida cómoda, hedonista, aburguesada. Desconoce en qué consiste vivir ni tan si quiera como un trabajador medio. Lo suyo es la teoría, la protesta de salón, el escrito revolucionario, pero la práctica conservadora. Si puede, acabados sus estudios, oposita para ser funcionario, forma de asegurarse un salario hasta la edad de su jubilación, carácter propio de todo carca económico.  Importa poco que su militancia en sindicatos o en partidos de izquierdas, porque cosmovisión es reaccionaria.

 

Defenderá lugares comunes, como la paz antes que la guerra, el amor libre, pero siempre que le beneficie; la emigración sin papeles, pero jamás dará posada al peregrino; el pacifismo, siempre que la guerra no la inicie una nación comunista; defiende dictaduras afines, pero vomita contra dictaduras conservadoras; exige libertades en la sociedad de la que forman parte, pero se olvidan de las libertades de pueblos oprimidos por dictaduras comunistas, a las que consideran democracias sublimes, poco importa que esos regímenes carezcan de división de poderes, de partidos políticos, de sindicatos, de prensa libre, de libertad de movimientos del individuo.

 

Los que no somos comunistas, aunque, cuando España padecía los últimos años de la dictadura, firmamos la libertad de amigos de ETA como Genoveva Forest, mujer de Alfonso Sastre, después, en democracia, de Herri Batasuna; manifestamos contra el Proceso 1001 y a favor de la libertad de Marcelino Camacho y sus compañeros de CC.OO., en contra del régimen; o nos rebelamos en las aulas de la universidad, tenemos solo un objetivo: la libertad individual, el respeto a la persona, el derecho a la propiedad privada, la igualdad de derechos para todos, hombres y mujeres, ricos y pobres, jóvenes y mayores; la Ley por encima del hombre,  libertad de prensa, de asociación, de culto;  la existencia de partidos políticos, de sindicatos; la división tajante y profunda de los tres poderes del Estado, ejecutivo, legislativo y judicial;   una Ley Electoral que propicie que el voto de cualquier español valga lo mismo aquí, en Soria, en Madrid o en Barcelona; que no prime a los partidos secesionistas, inexistentes, por cierto, en las grandes naciones europeas; que nadie, en definitiva, sea  más que nadie; que el ingeniero no se imponga al obrero; el intelectual al lerdo, el rico al pobre, el político al ciudadano; que se acabe con el nepotismo, practicado tanto por izquierdas como por conservadores; que senadores y diputados y otros cargos políticos pierdan sus actuales privilegios, prebendas y sinecuras.

 

Queremos más democracia, perfeccionarla, defenderla de los que admiran a Lenin, Stalin, Mao y Castro, o a los Hitler, Mussolini y Pinochet; de los que solo ven la paja en el ojo ajeno y no ven la viga en el suyo; de los que practican la ley del embudo, de los hipócritas, de los que predican la ingesta de agua y, en secreto, entre los amigotes, en las bodegas, se beben cosechas enteras de buen vino tinto.

 

El comunismo nunca condujo a la libertad del hombre, sino a su esclavitud: jamás conoció la historia la dictadura del proletariado, sino la dictadura de una casta de burgueses desclasados que utilizaron el régimen para mantener sus privilegios, provocar hambrunas, genocidios, guerras civiles e internacionales, constituir dictaduras eternas, y todo en virtud de unas ideas delirantes, que demostraron, en la práctica, su fracaso.

 

Las revoluciones también devoraron a sus mejores hijos. La Francesa, el Terror,  vio rodar las cabezas de Danton, Camile Desmoulins, Hébert;  de los principales dirigentes girondinos, Brissot, Condorcet y Vergniaud; después Robespierre y Saint Just, fueron víctimas de su ley, como todos los principales dirigentes jacobinos, excepción hecha de José Fouché,  el genio tenebroso como lo bautizó Stefan Zweig.

 

La Soviética, tras la Gran Purga de Stalin, después de los Juicios de Moscú, acabó con las vidas de Zinóviev, Bujarin, Kámenev, por citar a tres de bolcheviques más cercanos a Lenin, además de asesinar a Trotsky en México, crimen de un comunista español, de extracción burguesa -¡cómo no podría ser de otra forma!- Ramón Mercader.

 

España, para nuestra fortuna, es todavía una democracia; pero si fuera una dictadura soviética perderían su vida o acabarían en prisión muchos políticos que ahora defienden la dictadura del proletariado y la revolución. Es la historia. Nunca es triste, lo que no tiene es remedio.

 

Más y mejor democracia, jamás falsas dictaduras del proletariado.

 

Artículo 1 de los Derechos del Hombre 1789: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común”.

 

Artículo 2 de los Derechos del Hombre 1789: “La finalidad de cualquier asociación política es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles del Hombre. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”.

 

Aquella nación en la que no se cumplan estos dos primeros artículos se la considera dictadura. Pues hete aquí que 232 años después todavía hay regímenes políticos que no se respeta la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.

Eugenio-Jesús de Ávila

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