PASIÓN POR ZAMORA
Zamora: una ciudad para morirse
Si las parcas me concedieran la merced de elegir un lugar donde morir, todavía no sabría en qué ciudad deseo convertirme en cadáver, en polvo enamorado, en carne de gusano, en masa. Nací en Zamora. Me nacieron. Ciudad que me hizo llorar y lloré. Ciudad en la que reí, sonreí, amé, fracasé, triunfé, viví la mayor parte de mi vida. Ciudad que amo, que sufro, que invita a marcharme para nunca más volver. Ciudad que premió a sus hijos más ineptos, badulaques, estólidos, malandrines, y castigó a los que la mimaron, acariciaron, amaron. Ciudad en la que pensar se castiga, porque ese verbo, tal menester, solo lo conjugan los caciques del capital, los misántropos de la política y los cobistas de la prensa.
Y sigo amando a mi tierra, porque en ella, en los sillares de sus iglesias, en sus rúas, en Valorio y en los Tres Árboles se guarda mi memoria. La historia de mi ciudad es otra cosa. Nunca la memoria es histórica, aunque en la historia se halle mi memoria. A Zamora se la ha hecho daño desde que tengo uso de razón. En Zamora, cuesta una vida ser distinto, diferente. Se castiga la distancia sobre la vulgaridad. No se tolera al que critica al poder. Se abraza al pelota, al que repta, al que sonríe al mandamás.
Zamora me ha puesto los cuernos con otros macarras. Conozco mujeres que disfrutan de amantes que engañaron a sus esposas enfermas de muerte. Mi ciudad prefirió periodistas ágrafos, políticos mediocres, empresarios corruptos. Así le ha ido. Pero sigo amándola. Y no sé por qué. Seré masoquista. No sé, pues, si quiero morirme donde nací.
Mientras me llega la hora de que Cronos conceda a Eolo mis restos, mantendré mi verbo encendido, mi voz tersa y tensa, enfática y enamorada. No va más. ¡Zamoranos: ya que no nos permitieron vivir en la ciudad del alma, venid a morir a Zamora!
Eugenio-Jesús de Ávila
Si las parcas me concedieran la merced de elegir un lugar donde morir, todavía no sabría en qué ciudad deseo convertirme en cadáver, en polvo enamorado, en carne de gusano, en masa. Nací en Zamora. Me nacieron. Ciudad que me hizo llorar y lloré. Ciudad en la que reí, sonreí, amé, fracasé, triunfé, viví la mayor parte de mi vida. Ciudad que amo, que sufro, que invita a marcharme para nunca más volver. Ciudad que premió a sus hijos más ineptos, badulaques, estólidos, malandrines, y castigó a los que la mimaron, acariciaron, amaron. Ciudad en la que pensar se castiga, porque ese verbo, tal menester, solo lo conjugan los caciques del capital, los misántropos de la política y los cobistas de la prensa.
Y sigo amando a mi tierra, porque en ella, en los sillares de sus iglesias, en sus rúas, en Valorio y en los Tres Árboles se guarda mi memoria. La historia de mi ciudad es otra cosa. Nunca la memoria es histórica, aunque en la historia se halle mi memoria. A Zamora se la ha hecho daño desde que tengo uso de razón. En Zamora, cuesta una vida ser distinto, diferente. Se castiga la distancia sobre la vulgaridad. No se tolera al que critica al poder. Se abraza al pelota, al que repta, al que sonríe al mandamás.
Zamora me ha puesto los cuernos con otros macarras. Conozco mujeres que disfrutan de amantes que engañaron a sus esposas enfermas de muerte. Mi ciudad prefirió periodistas ágrafos, políticos mediocres, empresarios corruptos. Así le ha ido. Pero sigo amándola. Y no sé por qué. Seré masoquista. No sé, pues, si quiero morirme donde nací.
Mientras me llega la hora de que Cronos conceda a Eolo mis restos, mantendré mi verbo encendido, mi voz tersa y tensa, enfática y enamorada. No va más. ¡Zamoranos: ya que no nos permitieron vivir en la ciudad del alma, venid a morir a Zamora!
Eugenio-Jesús de Ávila
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