PASIÓN POR ZAMORA
No se me exija optimismo: soy zamorano
Zamora está cansada, porque es vieja, y yo, uno de sus hijos, harto, porque pienso, y pensar es un verbo que causa daños internos, anemia en los glóbulos rojos del alma. Hubo un tiempo en el que yo creía en todo: en Dios, después en Bakunin y Trotsky, más tarde en el ser humano, hasta que los creyentes y sus vicarios me echaron de las iglesias, las izquierdas se me desvelaron en dictaduras amorales y cruentas, en hambrunas, en genocidios, y corrupciones varias, y el periodismo me descubrió en qué consiste la envidia, la felonía y el cobismo.
Y busque en mi ciudad para encontrar una sonrisa, una esperanza y un fin. Aquí me quedé para escribir sobre lo que me duele, para exponer ideas, para hablar con el Duero en presencia de la niebla. Y, durante un tiempo, navegué en mi barquito de papel, en este El Día de Zamora, por este mar de mi ciudad y provincia, donde las olas de la mediocridad arrastran la arena de las playas del rencor, mientras las mareas de la política provocan bajamares económicos y pleamares demográficos.
Y no se puede ser dichoso en Zamora, aunque estés enamorado, porque esta ciudad provoca tristeza, porque esta provincia se desparrama, se va, se quiebra. Confieso que cada comercio que se cierra, cada bar, cafetería y restaurante que no se abre, me inyecta melancolía en las circunvalaciones de mi cerebro. Porque detrás de todo proyecto económico que fracasa hay un ser humano que sufre, se desespera, pregunta y no obtiene respuesta. Hay ya más de 11.000 personas sin empleo en nuestra tierra. Y yo sé lo que significa no trabajar, levantarte para nada, porque toca; engañar al propio cuerpo, mentirte a ti mismo. Durante una década, perseguido por un malandrín de la política, forme parte de la España parada, de la Zamora sin voz, de la ciudad silente.
Ahora que nadie me obligue a ser optimista. No soy un inconsciente, ni por mis venas circula hielo ni por mis arterias, escarcha. Mi corazón late, de momento, pero sin ganas. No sé pararlo. Vivo por inercia. Porque todos los días, hay personas que se mueren, que tienen miedo al contagiarse con el bicho chino, que se olvidaron de abrazar, besar y estrechar la mano de los amigos. Nos han secuestrado la vida, nos han retirado la alegría, nos han prohibido soñar. En breve, nos castigarán por querer, por amar. No somos más que un rebaño humano, con el que pastorean los políticos, los diestros y los siniestros. Sus televisiones, compradas con nuestro dinero, con los impuestos que nos exigen, nos dan de comer miedo, terror, mentira. Nos han dividido. Y sabemos que cada cual´, más que nunca, se muere en soledad, amiga de la muerte viva, de la vida muerta.
Los gobiernos quieren que no hablemos. No escribo sandeces. Nos quieren sumisos, acobardados y temerosos de Dios, al que dio por muerto Nietzsche, pero se ha reencarnado siglo y pico después en un ser político. Cerraron bares, cafeterías y restaurantes para que impedir que intercambiáramos opiniones, les criticáramos, que confesáramos nuestro odio hacia sus gestiones de esta pandemia, de la economía, de la democracia, un sistema quebrado en nuestra nación, donde no funcionan los parlamentos.
Mientras nos obligan a guardar silencio, el poder avanza en sus deconstrucción de la democracia. Ahora busca acabar con la débil independencia de los jueces. Pretende que, en vez de hacer honor a la Justicia, balen, cual ovejas. A nosotros ya nos han esquilado, nos han convencido de que vivir en el redil procura mayores beneficios que volar como el gorrión, trinar como el ruiseñor y llorar como las carpas.
Convencido estoy que la política local no tiene nada qué ver con la que se ejerce, se practica, se ejecuta La Moncloa, en las autonomías, en el Congreso de los Diputados y Senado. Quizá alcaldes, como el nuestro, o los de los pueblos, o el presidente de la Diputación Provincial, posean otra forma de ver, de contemplar, de administrar la res pública. Ellos siguen siendo pueblo. Viste nuestra piel. Lloran nuestras lágrimas. Sienten. Tienen empatía. Posiblemente, nos encontramos ante almas cándidas e ingenuas, gente laboriosa que trabaja con el mismo espíritu que la humilde abeja y la discreta hormiga.
Pero, ¡por favor! no se me exija que escriba con tinta de optimismo, porque todos los días paseo por mi ciudad, donde visiono una triste película, la de Zamora, ciudad cerrada al futuro, ciudad abierta a la emigración. Y no está en mi pluma transformar nuestra tierra, sino en decisiones del Gobierno de los “humildes”, de los “parias”, de los “sencillos”, en sus presupuestos, como también en los del ejecutivo autonómico. Pero somos tan pocos y tan bondadosos que aguardamos la muerte en silencio, como corderos, como mucho, algunos periodistas balan en el abrevadero del cobismo.
Eugenio-Jesús de Ávila
Zamora está cansada, porque es vieja, y yo, uno de sus hijos, harto, porque pienso, y pensar es un verbo que causa daños internos, anemia en los glóbulos rojos del alma. Hubo un tiempo en el que yo creía en todo: en Dios, después en Bakunin y Trotsky, más tarde en el ser humano, hasta que los creyentes y sus vicarios me echaron de las iglesias, las izquierdas se me desvelaron en dictaduras amorales y cruentas, en hambrunas, en genocidios, y corrupciones varias, y el periodismo me descubrió en qué consiste la envidia, la felonía y el cobismo.
Y busque en mi ciudad para encontrar una sonrisa, una esperanza y un fin. Aquí me quedé para escribir sobre lo que me duele, para exponer ideas, para hablar con el Duero en presencia de la niebla. Y, durante un tiempo, navegué en mi barquito de papel, en este El Día de Zamora, por este mar de mi ciudad y provincia, donde las olas de la mediocridad arrastran la arena de las playas del rencor, mientras las mareas de la política provocan bajamares económicos y pleamares demográficos.
Y no se puede ser dichoso en Zamora, aunque estés enamorado, porque esta ciudad provoca tristeza, porque esta provincia se desparrama, se va, se quiebra. Confieso que cada comercio que se cierra, cada bar, cafetería y restaurante que no se abre, me inyecta melancolía en las circunvalaciones de mi cerebro. Porque detrás de todo proyecto económico que fracasa hay un ser humano que sufre, se desespera, pregunta y no obtiene respuesta. Hay ya más de 11.000 personas sin empleo en nuestra tierra. Y yo sé lo que significa no trabajar, levantarte para nada, porque toca; engañar al propio cuerpo, mentirte a ti mismo. Durante una década, perseguido por un malandrín de la política, forme parte de la España parada, de la Zamora sin voz, de la ciudad silente.
Ahora que nadie me obligue a ser optimista. No soy un inconsciente, ni por mis venas circula hielo ni por mis arterias, escarcha. Mi corazón late, de momento, pero sin ganas. No sé pararlo. Vivo por inercia. Porque todos los días, hay personas que se mueren, que tienen miedo al contagiarse con el bicho chino, que se olvidaron de abrazar, besar y estrechar la mano de los amigos. Nos han secuestrado la vida, nos han retirado la alegría, nos han prohibido soñar. En breve, nos castigarán por querer, por amar. No somos más que un rebaño humano, con el que pastorean los políticos, los diestros y los siniestros. Sus televisiones, compradas con nuestro dinero, con los impuestos que nos exigen, nos dan de comer miedo, terror, mentira. Nos han dividido. Y sabemos que cada cual´, más que nunca, se muere en soledad, amiga de la muerte viva, de la vida muerta.
Los gobiernos quieren que no hablemos. No escribo sandeces. Nos quieren sumisos, acobardados y temerosos de Dios, al que dio por muerto Nietzsche, pero se ha reencarnado siglo y pico después en un ser político. Cerraron bares, cafeterías y restaurantes para que impedir que intercambiáramos opiniones, les criticáramos, que confesáramos nuestro odio hacia sus gestiones de esta pandemia, de la economía, de la democracia, un sistema quebrado en nuestra nación, donde no funcionan los parlamentos.
Mientras nos obligan a guardar silencio, el poder avanza en sus deconstrucción de la democracia. Ahora busca acabar con la débil independencia de los jueces. Pretende que, en vez de hacer honor a la Justicia, balen, cual ovejas. A nosotros ya nos han esquilado, nos han convencido de que vivir en el redil procura mayores beneficios que volar como el gorrión, trinar como el ruiseñor y llorar como las carpas.
Convencido estoy que la política local no tiene nada qué ver con la que se ejerce, se practica, se ejecuta La Moncloa, en las autonomías, en el Congreso de los Diputados y Senado. Quizá alcaldes, como el nuestro, o los de los pueblos, o el presidente de la Diputación Provincial, posean otra forma de ver, de contemplar, de administrar la res pública. Ellos siguen siendo pueblo. Viste nuestra piel. Lloran nuestras lágrimas. Sienten. Tienen empatía. Posiblemente, nos encontramos ante almas cándidas e ingenuas, gente laboriosa que trabaja con el mismo espíritu que la humilde abeja y la discreta hormiga.
Pero, ¡por favor! no se me exija que escriba con tinta de optimismo, porque todos los días paseo por mi ciudad, donde visiono una triste película, la de Zamora, ciudad cerrada al futuro, ciudad abierta a la emigración. Y no está en mi pluma transformar nuestra tierra, sino en decisiones del Gobierno de los “humildes”, de los “parias”, de los “sencillos”, en sus presupuestos, como también en los del ejecutivo autonómico. Pero somos tan pocos y tan bondadosos que aguardamos la muerte en silencio, como corderos, como mucho, algunos periodistas balan en el abrevadero del cobismo.
Eugenio-Jesús de Ávila
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