CON LOS CINCO SENTIDOS
El sonido de la música
Quiero tocar el cielo y no puedo, no me llegan las manos, torpes, y eso que los dedos son largos porque se me desarrollaron al intentar aporrear el piano en pleno crecimiento de mi cuerpo entero. Pero no me llegan, no llegan a nada, si acaso para hacer alguna foto trucada de las que ahora están de moda, en las que parece que tocas la luna, o Saturno, o algún planeta mágico y desconocido que te sugiere letras o notas musicales, poemas de enamorados bajo el manto de las estrellas que nos cubre y sublima nuestro asombro hasta cotas insospechadas.
Pero también hay otras opciones para tocar el cielo y fluyen a través de la música, la clásica en primer término, otro día hablaré de otras que, aunque no del mismo modo y manera, también arrancan un baile, una carcajada, una sensación, un sentir el vello de punta con dos notas, unas ganas de “vamos a darlo todo porque la vida es corta”. Claro que sí. No pongo objeción. No lo haré. La buena música lo es sea de la época que sea. Si es buena, es buena.
Pero en mí, la música ha supuesto la diferencia entre mi yo normal y mi yo en un plano algo superior. No es arribismo, ni inmodestia, no es eso. Es la pura realidad porque la música me ha hecho mejor en todos y cada uno de los aspectos de la vida. Me dio alas para volar con las estaciones de Vivaldi, ardor guerrero con los conciertos para piano de Beethoven, sencillez y sólo aparente sobriedad ante la perfección de las Cantatas de Bach, sensibilidad gracias a mi admirado Gustav Malher, que con su sentimiento a flor de piel derrumba el edificio que construyó mi ego, y lo derrota, dejándome a los pies de los caballos. Franz Schubert, Listz, Chopin, Haendel, Shostacovich (uno de mis favoritos).
No hay fin… son tantos… Hasta que llega Mozart y me deja con la boca abierta porque me parece mentira ese tipo de genialidad en una mente humana.
Siento vergüenza ante tanta grandeza. No soy nadie.
Nélida L. del Estal Sastre
Quiero tocar el cielo y no puedo, no me llegan las manos, torpes, y eso que los dedos son largos porque se me desarrollaron al intentar aporrear el piano en pleno crecimiento de mi cuerpo entero. Pero no me llegan, no llegan a nada, si acaso para hacer alguna foto trucada de las que ahora están de moda, en las que parece que tocas la luna, o Saturno, o algún planeta mágico y desconocido que te sugiere letras o notas musicales, poemas de enamorados bajo el manto de las estrellas que nos cubre y sublima nuestro asombro hasta cotas insospechadas.
Pero también hay otras opciones para tocar el cielo y fluyen a través de la música, la clásica en primer término, otro día hablaré de otras que, aunque no del mismo modo y manera, también arrancan un baile, una carcajada, una sensación, un sentir el vello de punta con dos notas, unas ganas de “vamos a darlo todo porque la vida es corta”. Claro que sí. No pongo objeción. No lo haré. La buena música lo es sea de la época que sea. Si es buena, es buena.
Pero en mí, la música ha supuesto la diferencia entre mi yo normal y mi yo en un plano algo superior. No es arribismo, ni inmodestia, no es eso. Es la pura realidad porque la música me ha hecho mejor en todos y cada uno de los aspectos de la vida. Me dio alas para volar con las estaciones de Vivaldi, ardor guerrero con los conciertos para piano de Beethoven, sencillez y sólo aparente sobriedad ante la perfección de las Cantatas de Bach, sensibilidad gracias a mi admirado Gustav Malher, que con su sentimiento a flor de piel derrumba el edificio que construyó mi ego, y lo derrota, dejándome a los pies de los caballos. Franz Schubert, Listz, Chopin, Haendel, Shostacovich (uno de mis favoritos).
No hay fin… son tantos… Hasta que llega Mozart y me deja con la boca abierta porque me parece mentira ese tipo de genialidad en una mente humana.
Siento vergüenza ante tanta grandeza. No soy nadie.
Nélida L. del Estal Sastre



















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