HABLEMOS
La España vacía a debate
Carlos Domínguez
Por tierras zamoranas del río Aratoy según textos medievales, en la antesala misma de Tierra de Campos hace algunos años todavía podía contemplarse en viaje la silueta de una ruina emplazada al fondo del valle, que adquiría tintes mágicos en días de niebla invernal, viniendo a difuminar su estampa. De ella llamaba la atención su absoluta soledad, como si hubiera hecho del aislamiento una especie de resistencia heroica ante el arrollador empuje del progreso.
Es lo que hubo, mas también es lo que hay. La polémica de la España objetivamente vacía, que no vaciada, oculta y distrae una realidad demoledora. La despoblación del medio rural nace de un proceso lógico además de inevitable, toda vez que las viejas estructuras demográficas y agrarias son incompatibles con una sociedad tecnológica que tiende a la masificación, la concentración y la urbanización, condiciones sin las cuales tampoco serían viables las actuales burocracias sociales y fiscales, como expresión de un Estado que, bajo la coartada asistencial, disimula su vocación intervencionista y totalitaria.
Las iniciativas supuestamente medioambientales, profesionales o empresariales financiadas y sostenidas gracias al dinero público, al parecer y como se publicita para fijar población, no van a parte ninguna más allá del provecho puntual de los generosamente subsidiados. Los verdaderos campesinos, por aquí labradores de toda la vida, saben que su mundo atraviesa una crisis irreversible. ¿O es que nadie mide el alcance del hecho incontestable de la edad y la natalidad, así como de la falta de relevo generacional en las pequeñas explotaciones, que subsisten, y tenemos sobrada constancia en esta región, merced al proteccionismo y unas ayudas a falta de las cuales carecerían de mínima rentabilidad?
¿Y qué decir de la falsa propaganda de políticos, ideólogos o tecnócratas acerca de las bondades de la inmigración, incluida la ilegal, con gentes sin cualificación destinadas en principio a repoblar el medio rural? ¿Dónde están los nuevos pobladores, los nuevos agricultores, la nueva mano de obra venida de África, Iberoamérica o el este de Europa, para afincar realmente en el campo y garantizar cierta densidad de población, junto a la continuidad de los servicios públicos? Pues si no es para esto, ¿en qué puede contribuir la inmigración a la mejora y desarrollo de nuestro país, buscando normalmente como busca en las áreas urbanas la ventaja de una dispendiosa y abusiva cobertura asistencial, siempre a expensas de la riqueza que crearon con trabajo, esfuerzo e inmenso sacrificio, una tras otra las generaciones de nuestros antepasados?
Mas la gran paradoja reside en que la artificialmente prorrogada supervivencia del mundo agrario depende de la intervención, vía dádiva pública, de las burocracias sociales y fiscales que en el fondo son las primeras interesadas en su marginalidad y declive, al juzgar el campo algo muy secundario para sus intereses, frente a un masificado entorno urbano donde cosechan los votos y encuentran su fuerza política. Todo inseparable de clientelas urbanas multirraciales sin identidad ni auténticas raíces, culturales, personales o familiares. Aquello precisamente que, durante siglos de sufrida historia y tradición, ha representado la más honda esencia del mundo rural, al que de un modo u otro los españoles de origen pertenecemos sin distinción.
Por tierras zamoranas del río Aratoy según textos medievales, en la antesala misma de Tierra de Campos hace algunos años todavía podía contemplarse en viaje la silueta de una ruina emplazada al fondo del valle, que adquiría tintes mágicos en días de niebla invernal, viniendo a difuminar su estampa. De ella llamaba la atención su absoluta soledad, como si hubiera hecho del aislamiento una especie de resistencia heroica ante el arrollador empuje del progreso.
Es lo que hubo, mas también es lo que hay. La polémica de la España objetivamente vacía, que no vaciada, oculta y distrae una realidad demoledora. La despoblación del medio rural nace de un proceso lógico además de inevitable, toda vez que las viejas estructuras demográficas y agrarias son incompatibles con una sociedad tecnológica que tiende a la masificación, la concentración y la urbanización, condiciones sin las cuales tampoco serían viables las actuales burocracias sociales y fiscales, como expresión de un Estado que, bajo la coartada asistencial, disimula su vocación intervencionista y totalitaria.
Las iniciativas supuestamente medioambientales, profesionales o empresariales financiadas y sostenidas gracias al dinero público, al parecer y como se publicita para fijar población, no van a parte ninguna más allá del provecho puntual de los generosamente subsidiados. Los verdaderos campesinos, por aquí labradores de toda la vida, saben que su mundo atraviesa una crisis irreversible. ¿O es que nadie mide el alcance del hecho incontestable de la edad y la natalidad, así como de la falta de relevo generacional en las pequeñas explotaciones, que subsisten, y tenemos sobrada constancia en esta región, merced al proteccionismo y unas ayudas a falta de las cuales carecerían de mínima rentabilidad?
¿Y qué decir de la falsa propaganda de políticos, ideólogos o tecnócratas acerca de las bondades de la inmigración, incluida la ilegal, con gentes sin cualificación destinadas en principio a repoblar el medio rural? ¿Dónde están los nuevos pobladores, los nuevos agricultores, la nueva mano de obra venida de África, Iberoamérica o el este de Europa, para afincar realmente en el campo y garantizar cierta densidad de población, junto a la continuidad de los servicios públicos? Pues si no es para esto, ¿en qué puede contribuir la inmigración a la mejora y desarrollo de nuestro país, buscando normalmente como busca en las áreas urbanas la ventaja de una dispendiosa y abusiva cobertura asistencial, siempre a expensas de la riqueza que crearon con trabajo, esfuerzo e inmenso sacrificio, una tras otra las generaciones de nuestros antepasados?
Mas la gran paradoja reside en que la artificialmente prorrogada supervivencia del mundo agrario depende de la intervención, vía dádiva pública, de las burocracias sociales y fiscales que en el fondo son las primeras interesadas en su marginalidad y declive, al juzgar el campo algo muy secundario para sus intereses, frente a un masificado entorno urbano donde cosechan los votos y encuentran su fuerza política. Todo inseparable de clientelas urbanas multirraciales sin identidad ni auténticas raíces, culturales, personales o familiares. Aquello precisamente que, durante siglos de sufrida historia y tradición, ha representado la más honda esencia del mundo rural, al que de un modo u otro los españoles de origen pertenecemos sin distinción.
























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