ZAMORANA
En la cuerda floja
Vivimos suspendidos en la cuerda floja, aun cuando creamos que todo está atado y bien atado; somos una partícula de polvo en suspensión cuya existencia depende de que un soplo de aire bufe con fuerza para aniquilarnos, tan intangible y débil es nuestro destino.
A veces, cuando la vida fluye por los cauces adecuados, uno tiende a relajarse y pensar que somos eternos, que podemos con todo, pero basta que el viento sople en otra dirección y surge el descabale, porque todo puede truncarse en un momento; vida y muerte apenas se unen y separan en una fina e imperceptible línea, como el hilo de una tela de araña, sometido a las inclemencias del tiempo o de otros depredadores.
El otro día me informaron de que la hija de una buena compañera-amiga desde hace muchos años, desde que éramos jóvenes y sonreíamos a la vida, a pesar de que ya nos hubiera regalado algún que otro zarpazo importante; aquella niña a la que le rotulaba en el ordenador su nombre y apellidos para identificar sus libros de texto, ahora una preciosa joven de veintipocos años, padece un carcinoma extendido de difícil pronóstico.
¿Qué se puede decir a una madre cuando te da la noticia entre sollozos, ansiando que ojalá fuera ella la receptora de tan fatal diagnóstico y no su hija que está empezando a vivir? ¿Cómo se consuela un dolor tan lancinante que rasga el alma, pero nos permite seguir viviendo para sufrirlo sin interrupción? Apenas sirven las palabras manidas, aunque surjan del corazón; si acaso cobija un poco el abrazo consolador apenas unos segundos en los que darías parte de tu vida con tal de salvar la que ahora peligra.
Decía Shakespeare que “cualquiera puede dominar un sufrimiento, excepto el que lo siente” y, ciertamente, cada uno ha de soportar su propio infierno y el consuelo ajeno no es sino un breve bálsamo en la magnitud del dolor. Las palabras se quedan cortas para consolar, las lágrimas compartidas ayudan, los consejos son más sencillos de dar que de poner en práctica; así pues, roguemos para que nuestro momento de desgracia llegue lo más tarde posible y que sea soportable, ya que de nosotros tan solo depende la manera de encararlo y seguir adelante con esta vida que nos han prestado para devolverla en las mejores condiciones.
Mª Soledad Martín Turiño
Vivimos suspendidos en la cuerda floja, aun cuando creamos que todo está atado y bien atado; somos una partícula de polvo en suspensión cuya existencia depende de que un soplo de aire bufe con fuerza para aniquilarnos, tan intangible y débil es nuestro destino.
A veces, cuando la vida fluye por los cauces adecuados, uno tiende a relajarse y pensar que somos eternos, que podemos con todo, pero basta que el viento sople en otra dirección y surge el descabale, porque todo puede truncarse en un momento; vida y muerte apenas se unen y separan en una fina e imperceptible línea, como el hilo de una tela de araña, sometido a las inclemencias del tiempo o de otros depredadores.
El otro día me informaron de que la hija de una buena compañera-amiga desde hace muchos años, desde que éramos jóvenes y sonreíamos a la vida, a pesar de que ya nos hubiera regalado algún que otro zarpazo importante; aquella niña a la que le rotulaba en el ordenador su nombre y apellidos para identificar sus libros de texto, ahora una preciosa joven de veintipocos años, padece un carcinoma extendido de difícil pronóstico.
¿Qué se puede decir a una madre cuando te da la noticia entre sollozos, ansiando que ojalá fuera ella la receptora de tan fatal diagnóstico y no su hija que está empezando a vivir? ¿Cómo se consuela un dolor tan lancinante que rasga el alma, pero nos permite seguir viviendo para sufrirlo sin interrupción? Apenas sirven las palabras manidas, aunque surjan del corazón; si acaso cobija un poco el abrazo consolador apenas unos segundos en los que darías parte de tu vida con tal de salvar la que ahora peligra.
Decía Shakespeare que “cualquiera puede dominar un sufrimiento, excepto el que lo siente” y, ciertamente, cada uno ha de soportar su propio infierno y el consuelo ajeno no es sino un breve bálsamo en la magnitud del dolor. Las palabras se quedan cortas para consolar, las lágrimas compartidas ayudan, los consejos son más sencillos de dar que de poner en práctica; así pues, roguemos para que nuestro momento de desgracia llegue lo más tarde posible y que sea soportable, ya que de nosotros tan solo depende la manera de encararlo y seguir adelante con esta vida que nos han prestado para devolverla en las mejores condiciones.
Mª Soledad Martín Turiño



















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