PASIÓN POR ZAMORA
Zamora: la ciudad del alma, la que me acusa y me alienta
Hace unos años, cuando se aproximaba la medianoche, mi padre me pronunció un aserto que me quedó grabado en mi memoria: “¡Geñó, qué malo es ser viejo!” Siempre sabio. La edad, si no eres un solemne estúpido, te enseña, te muestra, te esclarece. Con el tiempo, se te encoge el cuerpo, se arruga la piel, se desmoronan los músculos. Con el tiempo, el alma se fortalece, aprende, se doctora en vida.
Las ciudades también envejecen: tuberías, servicios, aceras, pavimentos, edificios evidencian que el tiempo también castiga la obra del hombre. Zamora lleva muchos años siendo ciudad. Sostengo que, dada su privilegiada situación, rodeada y defendida por dos ríos, sobre una atalaya que ofrecía jerarquía militar y defensiva desde antes de venida del Cristo, fue habitada por tribus y pueblos, hasta que los reyes medievales le otorgaron función de ciudad. Más de mil años desde la batalla de El Día de Zamora, más conocida como la Jornada del Foso, que atestiguan la existencia de nuestra ciudad sobre el libro de la historia. Vivimos, pues, sobre una vieja e histórica urbe. Por tanto, las arrugas, las carencias, las necesidades de esta ancianita emanan desde el fondo del tiempo pretérito. Los equipos municipales que fueron y son invierten el dinero de todos, los impuestos –imponer- en estirar su piel, en fortalecer su osamenta, en limpiar sus arterias, pero, por supuesto, en maquillarla para que luzca más hermosa, aun asumiendo su vejez.
Cada ciudadano posee una ciudad ideal en lo estético y en lo ético. Cada político, también, debería tener un concepto sobre la Zamora que anhela, la que desea, la que quiere firmar para que aparezca en el libro su historia. Mi urbe ideal quizá no coincida en lo esencial con la de cualquier partido político, y no es cuestión de señalar ideología alguna. Se puede ser persona seria siendo de derechas y un cantamañanas, militando en formación de izquierdas, y viceversa.
Como me duele Zamora, como a Unamuno España, me afano en escribir sobre la ciudad que me gusta, la que deseo, la que lucho. Y denuncio aquello que me encabrona, como los secarrales privados de la periferia que, verano tras verano, secan la imagen de la bien cercada. Y me enfadan esas plazas muertas, sin sangre, sin potencia, en las que se invirtieron cantidades extraordinarias de euros, como la de San Martín, con su parque subterráneo casi sin protagonismo; con sus cantos en la superficie que impiden el disfrute del ciudadano, sin su templete, que tanto animo a la vecindad en tiempos pretéritos. Y me sigue pareciendo una tortura pasear desde la Plaza Mayor a la Catedral por encima de ese pavimento de piedras entre las losas de granito, así dispuesto para ahorrar gasto durante la reforma, superficial, del casco antiguo; como la propia plaza de Viriato, casi intransitable en su interior, que demanda sustituir sus adoquines por losetas de granito.
Tampoco me gusta el centro de la ciudad, el cogollo. Espero, no se desde cuándo, que la plaza de Sagasta merezca el trato que merece: la escultura de Barrón, bellísima, ya encontró acomodo; pero necesita un jardín coqueto y agua que corra, además de que el edificio de los García Casado empiece a habitarse, tanto en las viviendas como en los locales.
Y que la iglesia más bella del románico tardío zamorano, Santiago del Burgo tenga que ver todos los días ese jardín de cemento y piedra que constituye la plaza de la Constitución me saca de quicio estético. ¿Por qué no se crea una fuente acorde a ese marco único? Imítese, pero con toques de distinción, el jardín de la plaza de Zorrilla, quizá el más hermoso de la ciudad.
Zamora muestra demasiada piedra y exceso de cemento, pero escasa querencia por el sonido del agua, por la sonrisa de las fuentes, por el verde de los jardines. Cada cual lleva una ciudad dentro, la que nos acusa y nos alienta, que diría el poeta. La mía me exige que escriba sobre lo que desea y anhela; la ropa que gustaría lucir, el maquillaje que resaltase la belleza de su rostro. Y me acusaría de pusilánime si guardase silencio, si no protestase, si no pidiese. Mientras me quede la palabra, utilizará la sintaxis para transformar Zamora.
Eugenio-Jesús de Ávila
Hace unos años, cuando se aproximaba la medianoche, mi padre me pronunció un aserto que me quedó grabado en mi memoria: “¡Geñó, qué malo es ser viejo!” Siempre sabio. La edad, si no eres un solemne estúpido, te enseña, te muestra, te esclarece. Con el tiempo, se te encoge el cuerpo, se arruga la piel, se desmoronan los músculos. Con el tiempo, el alma se fortalece, aprende, se doctora en vida.
Las ciudades también envejecen: tuberías, servicios, aceras, pavimentos, edificios evidencian que el tiempo también castiga la obra del hombre. Zamora lleva muchos años siendo ciudad. Sostengo que, dada su privilegiada situación, rodeada y defendida por dos ríos, sobre una atalaya que ofrecía jerarquía militar y defensiva desde antes de venida del Cristo, fue habitada por tribus y pueblos, hasta que los reyes medievales le otorgaron función de ciudad. Más de mil años desde la batalla de El Día de Zamora, más conocida como la Jornada del Foso, que atestiguan la existencia de nuestra ciudad sobre el libro de la historia. Vivimos, pues, sobre una vieja e histórica urbe. Por tanto, las arrugas, las carencias, las necesidades de esta ancianita emanan desde el fondo del tiempo pretérito. Los equipos municipales que fueron y son invierten el dinero de todos, los impuestos –imponer- en estirar su piel, en fortalecer su osamenta, en limpiar sus arterias, pero, por supuesto, en maquillarla para que luzca más hermosa, aun asumiendo su vejez.
Cada ciudadano posee una ciudad ideal en lo estético y en lo ético. Cada político, también, debería tener un concepto sobre la Zamora que anhela, la que desea, la que quiere firmar para que aparezca en el libro su historia. Mi urbe ideal quizá no coincida en lo esencial con la de cualquier partido político, y no es cuestión de señalar ideología alguna. Se puede ser persona seria siendo de derechas y un cantamañanas, militando en formación de izquierdas, y viceversa.
Como me duele Zamora, como a Unamuno España, me afano en escribir sobre la ciudad que me gusta, la que deseo, la que lucho. Y denuncio aquello que me encabrona, como los secarrales privados de la periferia que, verano tras verano, secan la imagen de la bien cercada. Y me enfadan esas plazas muertas, sin sangre, sin potencia, en las que se invirtieron cantidades extraordinarias de euros, como la de San Martín, con su parque subterráneo casi sin protagonismo; con sus cantos en la superficie que impiden el disfrute del ciudadano, sin su templete, que tanto animo a la vecindad en tiempos pretéritos. Y me sigue pareciendo una tortura pasear desde la Plaza Mayor a la Catedral por encima de ese pavimento de piedras entre las losas de granito, así dispuesto para ahorrar gasto durante la reforma, superficial, del casco antiguo; como la propia plaza de Viriato, casi intransitable en su interior, que demanda sustituir sus adoquines por losetas de granito.
Tampoco me gusta el centro de la ciudad, el cogollo. Espero, no se desde cuándo, que la plaza de Sagasta merezca el trato que merece: la escultura de Barrón, bellísima, ya encontró acomodo; pero necesita un jardín coqueto y agua que corra, además de que el edificio de los García Casado empiece a habitarse, tanto en las viviendas como en los locales.
Y que la iglesia más bella del románico tardío zamorano, Santiago del Burgo tenga que ver todos los días ese jardín de cemento y piedra que constituye la plaza de la Constitución me saca de quicio estético. ¿Por qué no se crea una fuente acorde a ese marco único? Imítese, pero con toques de distinción, el jardín de la plaza de Zorrilla, quizá el más hermoso de la ciudad.
Zamora muestra demasiada piedra y exceso de cemento, pero escasa querencia por el sonido del agua, por la sonrisa de las fuentes, por el verde de los jardines. Cada cual lleva una ciudad dentro, la que nos acusa y nos alienta, que diría el poeta. La mía me exige que escriba sobre lo que desea y anhela; la ropa que gustaría lucir, el maquillaje que resaltase la belleza de su rostro. Y me acusaría de pusilánime si guardase silencio, si no protestase, si no pidiese. Mientras me quede la palabra, utilizará la sintaxis para transformar Zamora.
Eugenio-Jesús de Ávila
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