CON LOS CINCO SENTIDOS
El candil
He iluminado esta noche mi rostro con un candil, de esos que se llenaban de petróleo o aceite (lo encontré en una caja olvidada en el trastero con más objetos sorprendentes), para ver si mi cara es la misma o puedo penetrar aún más en mis pensamientos, tan a oscuras, o a contraluz. Valiente estupidez la mía. Me he colocado delante de un espejo de cuerpo entero, tal y como decían las meigas que habría de ponerse desnuda cualquier mujer para vislumbrar el rostro de su amado futuro marido. ¡Qué cosas! No he visto mucho, la verdad, entre que el candil es viejo, oxidado y tiene fugas, casi quemo la sábana. Ha sido el momento realista y prosaico de mi fantasía.
Pero en un momento, en un preciso momento, he conseguido verme más allá del cuerpo, más allá del corazón y de la piel cérea que ahora adorna todo mi ser. He creído ver a una mujer sufriente del pasado, con el pelo azabache y ondulado como el mío y su exiguo esqueleto reclamando pan para alimentar el alma, pan para alimentar la vida. He llorado un poco mientras sujetaba el candil y su luz transformaba mi habitación en otro mundo, en otra época, en un lugar amable, humilde y rebosante de amor y de risas prohibidas y juguetonas. Me he visto amar y ser amada, me he visto mesar mis cabellos con un cepillo de plata y coronarlo con un broche que alguien me ponía dulcemente mientras abrazaba mi cintura y besaba mi cuello.
Me he sentido tan bien que casi me quedo dormida en ese sueño, queriendo traspasar el espejo y ser la mujer hermosa del otro lado, tan hermosa, con las facciones tan perfectas que parecieran talladas por un experto escultor. Y ese cabello, largo, negro y ondulado que peinaba esa mujer una y otra vez con su cepillo de plata.
Cuando el candil se ha terminado sólo me han quedado los restos del oloroso aceite de nerolí y freesia que deposité en su interior. Se ha hecho la oscuridad más absoluta mientras no sabía si me encontraba a uno u otro lado del espejo. Hubiera preferido quedarme dormida entonces, soñando que me vestía y perfumaba finamente para asistir a alguna fiesta llena de velas y música, de baile y gente sonriendo, viviendo, amando y dando vueltas y más vueltas con sus vestidos blancos, almidonados e inmaculados. Pero encendí la luz. La encendí.
Nélida L. del Estal Sastre
He iluminado esta noche mi rostro con un candil, de esos que se llenaban de petróleo o aceite (lo encontré en una caja olvidada en el trastero con más objetos sorprendentes), para ver si mi cara es la misma o puedo penetrar aún más en mis pensamientos, tan a oscuras, o a contraluz. Valiente estupidez la mía. Me he colocado delante de un espejo de cuerpo entero, tal y como decían las meigas que habría de ponerse desnuda cualquier mujer para vislumbrar el rostro de su amado futuro marido. ¡Qué cosas! No he visto mucho, la verdad, entre que el candil es viejo, oxidado y tiene fugas, casi quemo la sábana. Ha sido el momento realista y prosaico de mi fantasía.
Pero en un momento, en un preciso momento, he conseguido verme más allá del cuerpo, más allá del corazón y de la piel cérea que ahora adorna todo mi ser. He creído ver a una mujer sufriente del pasado, con el pelo azabache y ondulado como el mío y su exiguo esqueleto reclamando pan para alimentar el alma, pan para alimentar la vida. He llorado un poco mientras sujetaba el candil y su luz transformaba mi habitación en otro mundo, en otra época, en un lugar amable, humilde y rebosante de amor y de risas prohibidas y juguetonas. Me he visto amar y ser amada, me he visto mesar mis cabellos con un cepillo de plata y coronarlo con un broche que alguien me ponía dulcemente mientras abrazaba mi cintura y besaba mi cuello.
Me he sentido tan bien que casi me quedo dormida en ese sueño, queriendo traspasar el espejo y ser la mujer hermosa del otro lado, tan hermosa, con las facciones tan perfectas que parecieran talladas por un experto escultor. Y ese cabello, largo, negro y ondulado que peinaba esa mujer una y otra vez con su cepillo de plata.
Cuando el candil se ha terminado sólo me han quedado los restos del oloroso aceite de nerolí y freesia que deposité en su interior. Se ha hecho la oscuridad más absoluta mientras no sabía si me encontraba a uno u otro lado del espejo. Hubiera preferido quedarme dormida entonces, soñando que me vestía y perfumaba finamente para asistir a alguna fiesta llena de velas y música, de baile y gente sonriendo, viviendo, amando y dando vueltas y más vueltas con sus vestidos blancos, almidonados e inmaculados. Pero encendí la luz. La encendí.
Nélida L. del Estal Sastre




















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