NOCTURNOS
El yo que ama y el yo que ignora
Cuando me reúno conmigo mismo, siendo niña la madrugada, me pregunto si amo a esa mujer o no siento nada por ella. Y casi nunca me pongo de acuerdo. La adoro cuando no estoy con ella. Y, sin embargo, si la huelo, si la veo, si la percibo, me quedo frío, hierático, granítico. Quizá hay dos yo dentro de mi ser. Uno que se siente inspirado por una mujer, y el otro, apático y pasota, que ni sabe amar ni lo pretendió nunca durante ya su extensa vida.
He de relevar que hay un yo que me quiere mucho, que se cree que soy un tipo singular, con gran talento, inteligencia, cultura, sensualidad y atractivo físico, pese a que mi carne ya pertenezca al pasado y mi osamenta se licue mes tras mes, hasta convertirse en esqueleto de mariposa. Ese Eugenio al que adoro se ha enamorado. Lógico. Porque también es sensible ante el arte, la belleza, la bondad, el genio, el carácter, la personalidad.
El otro yo ni me ama ni lo quiero. Lo tolero. ¡Qué remedio! Solo si me suicido lo echaría de mi vida, pero me acompañaría toda mi muerte. Lo desprecio. Cierto. No odia a nadie, pero apenas siente nada por el prójimo. Va a lo suyo, pero ignoro qué es eso.
Paradojas de la pasión. Tengo para mí que el yo que me incomoda, el altanero, el arrogante, el que no quiere a nadie, enamoró a más señoritas, señoras y damas, que el sensible, inteligente, culto, atractivo y galante.
Ambos yo suelen entrar en debate sobre si el amor existe, si el odio es la antítesis del amor u otra forma de conjugar el verbo amar; si la mujer ama de manera distinta al hombre, si existe el amor sin sexo o el sexo sin amor. Nunca se ponen de acuerdo. El yo que esto ha escrito sé que está enamorado, si bien ella lo ignora.
Eugenio-Jesús de Ávila
Cuando me reúno conmigo mismo, siendo niña la madrugada, me pregunto si amo a esa mujer o no siento nada por ella. Y casi nunca me pongo de acuerdo. La adoro cuando no estoy con ella. Y, sin embargo, si la huelo, si la veo, si la percibo, me quedo frío, hierático, granítico. Quizá hay dos yo dentro de mi ser. Uno que se siente inspirado por una mujer, y el otro, apático y pasota, que ni sabe amar ni lo pretendió nunca durante ya su extensa vida.
He de relevar que hay un yo que me quiere mucho, que se cree que soy un tipo singular, con gran talento, inteligencia, cultura, sensualidad y atractivo físico, pese a que mi carne ya pertenezca al pasado y mi osamenta se licue mes tras mes, hasta convertirse en esqueleto de mariposa. Ese Eugenio al que adoro se ha enamorado. Lógico. Porque también es sensible ante el arte, la belleza, la bondad, el genio, el carácter, la personalidad.
El otro yo ni me ama ni lo quiero. Lo tolero. ¡Qué remedio! Solo si me suicido lo echaría de mi vida, pero me acompañaría toda mi muerte. Lo desprecio. Cierto. No odia a nadie, pero apenas siente nada por el prójimo. Va a lo suyo, pero ignoro qué es eso.
Paradojas de la pasión. Tengo para mí que el yo que me incomoda, el altanero, el arrogante, el que no quiere a nadie, enamoró a más señoritas, señoras y damas, que el sensible, inteligente, culto, atractivo y galante.
Ambos yo suelen entrar en debate sobre si el amor existe, si el odio es la antítesis del amor u otra forma de conjugar el verbo amar; si la mujer ama de manera distinta al hombre, si existe el amor sin sexo o el sexo sin amor. Nunca se ponen de acuerdo. El yo que esto ha escrito sé que está enamorado, si bien ella lo ignora.
Eugenio-Jesús de Ávila
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