OBITUARIO
Murió Zorba, mi can, mi amigo, mi articulista, desde hace doce años y tres meses
Se despedía el sol por los ojos del Puente de los Poetas, cuando besaba a Zorba en su cabeza por última vez, un segundo antes de que le practicasen la eutanasia, el buen morir y el mal vivir. Fueron caricias empapadas en mis lágrimas. Recorrí sus orejitas de terciopelo por última vez. Después de 12 años y tres meses, mi perro, mi amigo, un trozo de mí se iba al paraíso de los canes, donde los guau guau se transforman en palabras, las patitas en alas y las miradas en versos. Zorba, mi perro heleno, me dejó. No supo que, momentos antes, había firmado un papel para que abandonase esta vida.
Desde que falleció mi padre, no había llorado tanto. Desde ayer tarde, cuando supe que sus piernas, porque Zorba no tenía patas, perdieron su antiguo poderío y le impedían mantenerse en pie, asumí que hoy lo recibiría San Perro, el portero del cielo de los canes. Hace unos meses, cuando empezó a cojear, se quedó en casa, con mi mamá y mi hermana, que lo adoraban. Ambas fueron sus cocineras. Él ladraba cuando llamaban a la puerta, cual mayordomo en casa bien.
Confieso ahora que Zorba escribió muchos de mis artículos y me corregía cuando cometía alguna falta mecanográfica. También me sugería temas que tratar. Le gustaba titular las noticias, pero nunca quiso firmar sus artículos. Carecía de vanidad. Fue un ser humano que se expresaba con ladridos y sonreía con el rabo, y yo, un can que habla y escribe.
Cuando murió mi papá, lo sintió como si fuera de su familia. Lo quiso mucho. Saltaba sobre sus quebradas piernas. Se pasó horas echado al lado de su silla de ruedas. Los canes lloran lágrimas secas, pero ese día su hocico se empapó. Y sostengo que los perros distinguen a las buenas personas. Por eso Zorba adoraba a mis amigos, a Tomás, a Enrique Onís, a Pedro Molinero, y a mis amigas del alma, las que hoy me dieron el pésame como si hubiera muerto un miembro de mi familia. Sí, este can fue mi hijo varón, mi hermano, mi amigo íntimo, aunque, siendo casi un niño, me marcó sus dientes en mi antebrazo diestro. Llevaré en mi piel su “caricia” hasta la hora en que me toque a mí partir a otra dimensión, donde nos encontraremos él y yo, como en las fotografías que forman parte del retrato de mi vida.
Este ocaso, cuando regresaba a casa desde mi oficina, le comenté al árbol de la plaza del Fresco, donde el acostumbraba a echar sus gotas de orina para marcar su territorio, que Zorba ya nunca más regaría su tierra con el oro de su orín y, entonces, una hoja de desprendió de una de sus ramas, lágrima vegetal, llanto de savia.
Aquí, desde el sofá desde el que escribo, cuando tenía meses, se sentaba a mi lado a jugar con sus dientecitos y, de vez en cuando, me mordisqueaba las almohadas. Y ahora solo es recuerdo, motivo para que yo haya escrito este obituario, mi terapia del alma.
Quizá no supe mimarlo como él hubiera merecido. Lo lamento ahora que ya no está conmigo. Esta tarde le pedí perdón, le di un beso en la frente, mi miro a los ojos y movió su rabo blanco. Y me fui. Antes, mi hija Verónica, realizó una videollamada para despedirse con un te queremos mucho. Sé que Zorba despertó mucho amor entre las personas que lo conocieron, más que su dueño. Tuve un perro que me tuvo y me robó un pedacito de mi alma.

Se despedía el sol por los ojos del Puente de los Poetas, cuando besaba a Zorba en su cabeza por última vez, un segundo antes de que le practicasen la eutanasia, el buen morir y el mal vivir. Fueron caricias empapadas en mis lágrimas. Recorrí sus orejitas de terciopelo por última vez. Después de 12 años y tres meses, mi perro, mi amigo, un trozo de mí se iba al paraíso de los canes, donde los guau guau se transforman en palabras, las patitas en alas y las miradas en versos. Zorba, mi perro heleno, me dejó. No supo que, momentos antes, había firmado un papel para que abandonase esta vida.
Desde que falleció mi padre, no había llorado tanto. Desde ayer tarde, cuando supe que sus piernas, porque Zorba no tenía patas, perdieron su antiguo poderío y le impedían mantenerse en pie, asumí que hoy lo recibiría San Perro, el portero del cielo de los canes. Hace unos meses, cuando empezó a cojear, se quedó en casa, con mi mamá y mi hermana, que lo adoraban. Ambas fueron sus cocineras. Él ladraba cuando llamaban a la puerta, cual mayordomo en casa bien.
Confieso ahora que Zorba escribió muchos de mis artículos y me corregía cuando cometía alguna falta mecanográfica. También me sugería temas que tratar. Le gustaba titular las noticias, pero nunca quiso firmar sus artículos. Carecía de vanidad. Fue un ser humano que se expresaba con ladridos y sonreía con el rabo, y yo, un can que habla y escribe.
Cuando murió mi papá, lo sintió como si fuera de su familia. Lo quiso mucho. Saltaba sobre sus quebradas piernas. Se pasó horas echado al lado de su silla de ruedas. Los canes lloran lágrimas secas, pero ese día su hocico se empapó. Y sostengo que los perros distinguen a las buenas personas. Por eso Zorba adoraba a mis amigos, a Tomás, a Enrique Onís, a Pedro Molinero, y a mis amigas del alma, las que hoy me dieron el pésame como si hubiera muerto un miembro de mi familia. Sí, este can fue mi hijo varón, mi hermano, mi amigo íntimo, aunque, siendo casi un niño, me marcó sus dientes en mi antebrazo diestro. Llevaré en mi piel su “caricia” hasta la hora en que me toque a mí partir a otra dimensión, donde nos encontraremos él y yo, como en las fotografías que forman parte del retrato de mi vida.
Este ocaso, cuando regresaba a casa desde mi oficina, le comenté al árbol de la plaza del Fresco, donde el acostumbraba a echar sus gotas de orina para marcar su territorio, que Zorba ya nunca más regaría su tierra con el oro de su orín y, entonces, una hoja de desprendió de una de sus ramas, lágrima vegetal, llanto de savia.
Aquí, desde el sofá desde el que escribo, cuando tenía meses, se sentaba a mi lado a jugar con sus dientecitos y, de vez en cuando, me mordisqueaba las almohadas. Y ahora solo es recuerdo, motivo para que yo haya escrito este obituario, mi terapia del alma.
Quizá no supe mimarlo como él hubiera merecido. Lo lamento ahora que ya no está conmigo. Esta tarde le pedí perdón, le di un beso en la frente, mi miro a los ojos y movió su rabo blanco. Y me fui. Antes, mi hija Verónica, realizó una videollamada para despedirse con un te queremos mucho. Sé que Zorba despertó mucho amor entre las personas que lo conocieron, más que su dueño. Tuve un perro que me tuvo y me robó un pedacito de mi alma.
Mercedes Viñas Arribas | Viernes, 04 de Febrero de 2022 a las 16:14:51 horas
Tuviste el mejor amigo que hayas tenido ni tendrás nunca. Tenía unos enormes ojos que sin hablar lo decían todo. Yo lo quería, lo quiero mucho y tú lo sabes. Mi perrito se ha quedado sin su amigo Zorba.
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