PASIÓN POR ZAMORA
Mandar y obedecer en Zamora
Escribía ha tiempo un artículo sobre el progre. Hoy querría matizar al respecto, para evitar confusiones: un progre nunca será un “rojo”. Lo querría ser. Pero no. Su pertenencia a una clase social distinta al proletariado se lo impide. Un rojo podría estar equivocado en sus apreciaciones sobre la transformación de la sociedad. Pero nunca podría incluirlo entre los fariseos, entre los hipócritas.
Vinculo ese primer párrafo con nuestra Zamora, ciudad en la que hay mucho progre, principalmente en ese submundo del periodismo, profesión tan cara para los hipócritas, que, entre sus virtudes, hallase la coba, eso de bailar el agua al que manda, al poder. Zamora, espiritualmente, es una ciudad acobardada, porque tiene miedo. El zamorano no sabe qué le causa temor. Yo, como zamorano, sí: el cambio y la mudanza.
La elite y las clases desposeídas coinciden, porque ambas quieren seguir tal cual. No quieren transformaciones profundas, ni tampoco innovaciones, ni nada que altere el estado de las cosas, del poder. Podría considerar el lector que mi reflexión conduce a ninguna parte. No. En absoluto. Forma parte de mi peculiar sutileza, cercanísima a mi proverbial escepticismo. Me explico: el proletariado, para expresarme como un marxiano, nunca fue una clase revolucionaria. Jamás. Las revoluciones modernas surgieron en los cerebros de intelectuales burgueses y entre aristócratas avanzados. La clase obrera solo se contempló como materia prima para la metamorfosis de la sociedad, del sistema. Los desposeídos formaban parte de las sustancias que se manejaban en laboratorio de la química social. Había que cambiar al hombre a través de ensayos teóricos para después ponerlos en práctica.
En Zamora, hay muchos trabajadores y pocos empresarios. Miles de funcionarios de las tres administraciones del Estado, local, autonómica y central; pequeños empresarios, que las pasan canutas para sacar adelante sus negocios, y operarios y obreros que trabajan en las escasas empresas de más de cien empleados que forman parte del tejido empresarial, y jubilados, que, en general, perciben las pensiones más bajas de España.
Los empleados y los trabajadores carecen de conciencia social. Los obreros, tampoco. Como mucho, realizan propuestas, a través de los sindicatos, domesticados, de mejoras salariales. Nunca se plantearon una transformación social. No hay idealistas. Son gente pragmática. Por supuesto, el funcionario, aunque milite en el PSOE, IU o Podemos es conservador, pero lo ignora. Nada más reaccionario, en esencia, que el dinero, que el puesto de trabajo para toda la vida. Esos trabajadores, los que trabajan para las empresas privadas se hallan más preocupados en mantener su puesto de trabajo, su salario para ir tirando que en cambiar la sociedad. Siempre habrá algún idealista, pero que no va más allá de la teoría, de cuatro frases de manual revolucionarios, banderas comunistas o ácratas.
El rico tampoco quiere el cambio, porque, a su juicio, en esta ciudad se vive de, con perdón de la expresión, de puta madre. Sucede que siempre son los mismos los que aprecian este valor que impone Zamora. El pobre, como tiene miedo a que le quiten lo que no tiene, se conforma con repartirse las migajas que caen de las mesas del empresario. El político, que debería contribuir a ese cambio, se sitúa más allá del bien y del mal, como si fuera Nietzsche. La ciudad se maquilla, se hace la manicura, se estira la piel, practica el bótox urbano, pero nadie desde la res pública aspira a transformarla en profundidad.
La prensa, como ya expresé en la primera entrega de este artículo, ni sabe ni entiende de cambios sociales. Con asistir a las ruedas de prensa y después tergiversarlas o destrozar la sintaxis, le vale. Los intelectuales -¿existen?- pequeño burgueses, aparecen, de cuando en cuando para colocar comas, puntos suspensivos y finales en las decisiones del poder.
Zamora, pues, camina cuesta abajo en la rodada. Su decadencia no se detendrá, porque los que deciden, los caciques, y los que padecen injusticias económicas y sociales, han llegado a un acuerdo: “Qué bien se vive en esta ciudad, que paz, que calma, que sosiego”. Entre los nacidos para mandar y los paridos para obedecer, el acuerdo es total, global que dirían los progres.
Ah, se me olvidaba, los caciques padecerán un grave disgusto con que Monte la Reina se recupere como instalación militar. Ellos prefieren que Zamora sea la ciudad pretérita, la que viaja en el túnel del tiempo hacia el siglo XIX sin que nadie la detenga.
¿Y ahora, a votar, como ovejas, las opciones eternas? Que nada cambie, porque se vive muy bien en esta ciudad y su provincia: salarios bajísimos, pensiones mínimas y cada día menos gente y más anciana. ¡Qué felices somos!
Eugenio-Jesús de Ávila
Escribía ha tiempo un artículo sobre el progre. Hoy querría matizar al respecto, para evitar confusiones: un progre nunca será un “rojo”. Lo querría ser. Pero no. Su pertenencia a una clase social distinta al proletariado se lo impide. Un rojo podría estar equivocado en sus apreciaciones sobre la transformación de la sociedad. Pero nunca podría incluirlo entre los fariseos, entre los hipócritas.
Vinculo ese primer párrafo con nuestra Zamora, ciudad en la que hay mucho progre, principalmente en ese submundo del periodismo, profesión tan cara para los hipócritas, que, entre sus virtudes, hallase la coba, eso de bailar el agua al que manda, al poder. Zamora, espiritualmente, es una ciudad acobardada, porque tiene miedo. El zamorano no sabe qué le causa temor. Yo, como zamorano, sí: el cambio y la mudanza.
La elite y las clases desposeídas coinciden, porque ambas quieren seguir tal cual. No quieren transformaciones profundas, ni tampoco innovaciones, ni nada que altere el estado de las cosas, del poder. Podría considerar el lector que mi reflexión conduce a ninguna parte. No. En absoluto. Forma parte de mi peculiar sutileza, cercanísima a mi proverbial escepticismo. Me explico: el proletariado, para expresarme como un marxiano, nunca fue una clase revolucionaria. Jamás. Las revoluciones modernas surgieron en los cerebros de intelectuales burgueses y entre aristócratas avanzados. La clase obrera solo se contempló como materia prima para la metamorfosis de la sociedad, del sistema. Los desposeídos formaban parte de las sustancias que se manejaban en laboratorio de la química social. Había que cambiar al hombre a través de ensayos teóricos para después ponerlos en práctica.
En Zamora, hay muchos trabajadores y pocos empresarios. Miles de funcionarios de las tres administraciones del Estado, local, autonómica y central; pequeños empresarios, que las pasan canutas para sacar adelante sus negocios, y operarios y obreros que trabajan en las escasas empresas de más de cien empleados que forman parte del tejido empresarial, y jubilados, que, en general, perciben las pensiones más bajas de España.
Los empleados y los trabajadores carecen de conciencia social. Los obreros, tampoco. Como mucho, realizan propuestas, a través de los sindicatos, domesticados, de mejoras salariales. Nunca se plantearon una transformación social. No hay idealistas. Son gente pragmática. Por supuesto, el funcionario, aunque milite en el PSOE, IU o Podemos es conservador, pero lo ignora. Nada más reaccionario, en esencia, que el dinero, que el puesto de trabajo para toda la vida. Esos trabajadores, los que trabajan para las empresas privadas se hallan más preocupados en mantener su puesto de trabajo, su salario para ir tirando que en cambiar la sociedad. Siempre habrá algún idealista, pero que no va más allá de la teoría, de cuatro frases de manual revolucionarios, banderas comunistas o ácratas.
El rico tampoco quiere el cambio, porque, a su juicio, en esta ciudad se vive de, con perdón de la expresión, de puta madre. Sucede que siempre son los mismos los que aprecian este valor que impone Zamora. El pobre, como tiene miedo a que le quiten lo que no tiene, se conforma con repartirse las migajas que caen de las mesas del empresario. El político, que debería contribuir a ese cambio, se sitúa más allá del bien y del mal, como si fuera Nietzsche. La ciudad se maquilla, se hace la manicura, se estira la piel, practica el bótox urbano, pero nadie desde la res pública aspira a transformarla en profundidad.
La prensa, como ya expresé en la primera entrega de este artículo, ni sabe ni entiende de cambios sociales. Con asistir a las ruedas de prensa y después tergiversarlas o destrozar la sintaxis, le vale. Los intelectuales -¿existen?- pequeño burgueses, aparecen, de cuando en cuando para colocar comas, puntos suspensivos y finales en las decisiones del poder.
Zamora, pues, camina cuesta abajo en la rodada. Su decadencia no se detendrá, porque los que deciden, los caciques, y los que padecen injusticias económicas y sociales, han llegado a un acuerdo: “Qué bien se vive en esta ciudad, que paz, que calma, que sosiego”. Entre los nacidos para mandar y los paridos para obedecer, el acuerdo es total, global que dirían los progres.
Ah, se me olvidaba, los caciques padecerán un grave disgusto con que Monte la Reina se recupere como instalación militar. Ellos prefieren que Zamora sea la ciudad pretérita, la que viaja en el túnel del tiempo hacia el siglo XIX sin que nadie la detenga.
¿Y ahora, a votar, como ovejas, las opciones eternas? Que nada cambie, porque se vive muy bien en esta ciudad y su provincia: salarios bajísimos, pensiones mínimas y cada día menos gente y más anciana. ¡Qué felices somos!
Eugenio-Jesús de Ávila





























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