ZAMORANA
Su paseo por Zamora
Desde que los hijos se fueron de casa, tenía la costumbre de salir por la mañana a hacer la compra, no sin antes arreglarse cuidadosamente: vestido, calzado, pelo, maquillaje… hasta que se viera perfecta; solo entonces se encaminaba desde su casa hasta el mercado. Iba despacio, como si el tiempo le perteneciera por entero, cruzaba el semáforo y se adentraba por Santa Clara donde casi siempre podía toparse con alguien conocido, ya fuera del pueblo o de Zamora, con quien se paraba un rato a charlar tranquilamente. Raro era el día en que no hacía dos o tres paradas hasta llegar a su destino; una vez allí, los tenderos la llamaban por su nombre, pues eran años de verla casi a diario comprar en los diferentes puestos.
Cuando finalizaba regresaba a su casa con la misma parsimonia, y la libertad de disponer de un tiempo que usaba a su antojo, caminando sin prisas, ojeando los escaparates, cogiendo el correo del portal, despidiendo a la vecina que salía o saludando con una conversación banal a la que entraba.
Seguía un ritual parecido por la tarde, aunque en esta ocasión el destino era la catedral, yendo por Santa Clara y regresando por San Torcuato, día tras día; llevaba años recorriendo las mismas calles, viendo las mismas tiendas, pisando al mismo suelo, pero para ella, zamorana acérrima, cada jornada la disfrutaba de forma diferente, dependía de si el tiempo estaba nublo, soleado o lluvioso, y de cómo se sintiera aquella tarde: si era feliz, no había nube que oscureciera su mente; si se sentía afligida, el camino la devolvía a la vida… así el paseo vespertino se convertía siempre en una dulce terapia.
Cuando llegaba cerca de la catedral gustaba de sentarse en alguno de los parques contiguos o se adentraba en el castillo y permanecía un rato pensando, digiriendo las placideces y sinsabores que le habían tocado en suerte, mientras escuchaba el insistente trinar de los pájaros que se alborotaban en las alturas. Esa soledad vespertina era, tal vez, su momento de mayor felicidad. Respiraba hondo, miraba a su alrededor observando a los niños que salían del colegio o los jubilados que paseaban sin prisa, como ella. De vuelta a su casa debía convivir con esa soledad a la que ya casi llamaba compañera, ¡eran tantos los años que estaban juntas!
Hablamos a menudo y me dice que ahora ha tomado otra ruta abandonando las calles principales y dirigiéndose a otras menos transitadas. Me gusta verla caminar por la ciudad, zamoreando con elegancia, con esa exquisita sobriedad que la caracteriza, huyendo de verborreas innecesarias, y viviendo “para adentro” tal y como la enseñaron sus padres en aquel pueblo cercano que la vio nacer y del que se desvinculó para vivir en la capital, que era su sueño desde niña.
Mª Soledad Martín Turiño
Desde que los hijos se fueron de casa, tenía la costumbre de salir por la mañana a hacer la compra, no sin antes arreglarse cuidadosamente: vestido, calzado, pelo, maquillaje… hasta que se viera perfecta; solo entonces se encaminaba desde su casa hasta el mercado. Iba despacio, como si el tiempo le perteneciera por entero, cruzaba el semáforo y se adentraba por Santa Clara donde casi siempre podía toparse con alguien conocido, ya fuera del pueblo o de Zamora, con quien se paraba un rato a charlar tranquilamente. Raro era el día en que no hacía dos o tres paradas hasta llegar a su destino; una vez allí, los tenderos la llamaban por su nombre, pues eran años de verla casi a diario comprar en los diferentes puestos.
Cuando finalizaba regresaba a su casa con la misma parsimonia, y la libertad de disponer de un tiempo que usaba a su antojo, caminando sin prisas, ojeando los escaparates, cogiendo el correo del portal, despidiendo a la vecina que salía o saludando con una conversación banal a la que entraba.
Seguía un ritual parecido por la tarde, aunque en esta ocasión el destino era la catedral, yendo por Santa Clara y regresando por San Torcuato, día tras día; llevaba años recorriendo las mismas calles, viendo las mismas tiendas, pisando al mismo suelo, pero para ella, zamorana acérrima, cada jornada la disfrutaba de forma diferente, dependía de si el tiempo estaba nublo, soleado o lluvioso, y de cómo se sintiera aquella tarde: si era feliz, no había nube que oscureciera su mente; si se sentía afligida, el camino la devolvía a la vida… así el paseo vespertino se convertía siempre en una dulce terapia.
Cuando llegaba cerca de la catedral gustaba de sentarse en alguno de los parques contiguos o se adentraba en el castillo y permanecía un rato pensando, digiriendo las placideces y sinsabores que le habían tocado en suerte, mientras escuchaba el insistente trinar de los pájaros que se alborotaban en las alturas. Esa soledad vespertina era, tal vez, su momento de mayor felicidad. Respiraba hondo, miraba a su alrededor observando a los niños que salían del colegio o los jubilados que paseaban sin prisa, como ella. De vuelta a su casa debía convivir con esa soledad a la que ya casi llamaba compañera, ¡eran tantos los años que estaban juntas!
Hablamos a menudo y me dice que ahora ha tomado otra ruta abandonando las calles principales y dirigiéndose a otras menos transitadas. Me gusta verla caminar por la ciudad, zamoreando con elegancia, con esa exquisita sobriedad que la caracteriza, huyendo de verborreas innecesarias, y viviendo “para adentro” tal y como la enseñaron sus padres en aquel pueblo cercano que la vio nacer y del que se desvinculó para vivir en la capital, que era su sueño desde niña.
Mª Soledad Martín Turiño





























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