CON LOS CINCO SENTIDOS
De la hostia consagrada y los correctivos
Estaba yo en tercero de la E.G.B. entonces y preparándome, como dios manda y mandan los cánones, para tomar en ese año mi primera y sacrosanta comunión. Pues bien, los jueves por las tardes y los domingos tras la misa, íbamos a catequesis en la iglesia de San Juan. Los domingos me acompañaba mi madre a la misa de mañana para luego dejarme con la catequista en el grupo que me había correspondido, éramos bastantes los imberbes y se nos dividió en tres grupos de entre seis y ocho chavales con cada catequista. La catequesis la hacíamos en la misma iglesia, en los bancos duros y fríos, apartados unos grupos de otros con la suficiente distancia para no despistarnos en nuestro deber de observancia. Esas cosas, con ocho años, son prácticamente imposibles de conseguir. Un crío de ocho años es como un globo inflado de helio, quiere volar en todo momento.
Nuestra catequista, muy solícita ella, pero de cuyo nombre ni me acuerdo, nos dio el primer día un folio con las diez preguntas y las correspondientes respuestas que habríamos de memorizar durante esos meses, porque a nuestra primera puesta de largo después del bautismo, vendría el señor obispo. El señor obispo era de sacar al altar, en cada ceremonia de comunión, a cierto número de niños de ambos sexos para hacerles esas preguntas que la catequista nos dijo que memorizáramos como si nos fuese la vida en ello, o como si el día de nuestra primera comunión fuésemos a salir en televisión española.
Un domingo de tantos, ya cercano al 25 de junio, que era la fecha del gran acontecimiento y resulta que, justamente, cinco días después yo celebraba mi cumpleaños, mi madre me acompañó a la obligada (por supuesto) misa matutina “precatequesis”. Cuando llegó el momento de la comunión, cerca de acabar la misa, me levanté tras mi madre, con todos mis huevos toreros, y me puse en la cola para que la sagrada forma fuera introducida en mi boca, como en las bocas de todos los demás. Mi madre estaba a lo suyo, que no era lo mío, porque me puse detrás y ni cuenta se dio. Total, que tras mi devota madre entonces, tomada ella la oblea, me puse yo. El sacerdote me la puso en la lengua y yo, más ancha que larga, volví tras los pasos de mi madre, al banco en el que nos sentábamos. Mi madre, pobre, al advertir lo que había hecho, viéndome ya sentada a su derecha, me estampó tal colleja en el cogote, jurando en hebreo, que la hostia pasó de estar pegada en mi lengua, al paladar, para proseguir su trayectoria descendente hasta alcanzar la tráquea. Parezco un médico taurino hablando de la trayectoria de una cornada, pero fue algo parecido.
En fin, que, con la hostia consagrada atravesada en la tráquea, me quedé sin poder respirar, acción que se suele necesitar para sobrevivir y no marearte. Debí de perder algo de tono facial, porque mi madre, con más vergüenza que otra cosa, me cogió del brazo y me sacó de la iglesia para sentarme en un banco de los soportales del ayuntamiento, justo al lado. Me soltó otra colleja y la hostia bajó, ya por fin, por el conducto adecuado.
“Quédate aquí y ni te muevas. ¿Me oyes? Ya hablaremos en casa. Voy a ver terminar la misa”.
Pues bien, en los soportales del ayuntamiento me quedé sentada en un banco, junto a una señora que vendía chuches para que los niños, al salir de misa, los compraran y se gastaran la paga. También iba esta señora al colegio cada día, a la hora del recreo y para el mismo menester. Doña Práxedes (que así se llamaba la susodicha y yo siempre creí que era nombre de varón...) era una mujer mayor, con pañuelo negro y más encorvada que un japonés agradecido. Llevaba en su cesto enorme de mimbre, llenito hasta las trancas, todo tipo de golosinas: chocolatinas, bolsitas de pipas, maíz frito, chicles y gominolas. Como acababa de tragarme dos collejas y una hostia consagrada, me vi en la obligación de pasar aquel tortuoso trance que me esperaría en casa de la manera menos dolorosa posible, así que las doscientas pesetas que llevaba en mi monedero se las quedó la señora Práxedes a cambio de una enorme bolsa de gominolas que devoré en los diez minutos de misa que restaban para el final. Gominolas con forma de huevo frito, de botellita de coca cola, de dentadura, de fresa con su rabillo verde y todo. Un festín azucarado en toda regla que impediría (qué ingenuidad la mía) la ingesta de la paella dominical, el pollo guisado con patatas y me acercaría a alguna colleja más durante la jornada. Pero yo era una niña kamikaze. Si iba a pasar un mal domingo, al menos que fuera atiborrada de azúcar.
Salió mi madre de misa, me recogió del banco y nos fuimos a casa. Ella juraba en idiomas desconocidos por mí, mientras yo hacía la digestión del festín multicolor, así que mi cerebro no estaba en mi cabeza en esos momentos, tenía toda la sangre en el estómago. Tuve que fingir y comer la paella y el pollo guisado. No quedé en estado catatónico de milagro. Recuerdo la carcajada de mi padre al saber de mi desliz en la iglesia…De todo lo demás, tengo una difusa película en blanco y negro en la memoria, tras la ingesta pantagruélica de todo el condumio. Pese a ello, a los pocos días, el 25 de junio y más bonita que un San Luis, hice mi (segunda) primera comunión y mi carita era la de un ángel deslizado del mismo cielo para venir a la tierra. Sólo he vuelto a las iglesias desde entonces para bodas, bautizos y comuniones familiares, pero me quedo mirando las arañas majestuosas, con sus luces en los altos techos de los templos mientras pienso en cualquier otra cosa. Sin más.
Nélida L. del Estal Sastre
Estaba yo en tercero de la E.G.B. entonces y preparándome, como dios manda y mandan los cánones, para tomar en ese año mi primera y sacrosanta comunión. Pues bien, los jueves por las tardes y los domingos tras la misa, íbamos a catequesis en la iglesia de San Juan. Los domingos me acompañaba mi madre a la misa de mañana para luego dejarme con la catequista en el grupo que me había correspondido, éramos bastantes los imberbes y se nos dividió en tres grupos de entre seis y ocho chavales con cada catequista. La catequesis la hacíamos en la misma iglesia, en los bancos duros y fríos, apartados unos grupos de otros con la suficiente distancia para no despistarnos en nuestro deber de observancia. Esas cosas, con ocho años, son prácticamente imposibles de conseguir. Un crío de ocho años es como un globo inflado de helio, quiere volar en todo momento.
Nuestra catequista, muy solícita ella, pero de cuyo nombre ni me acuerdo, nos dio el primer día un folio con las diez preguntas y las correspondientes respuestas que habríamos de memorizar durante esos meses, porque a nuestra primera puesta de largo después del bautismo, vendría el señor obispo. El señor obispo era de sacar al altar, en cada ceremonia de comunión, a cierto número de niños de ambos sexos para hacerles esas preguntas que la catequista nos dijo que memorizáramos como si nos fuese la vida en ello, o como si el día de nuestra primera comunión fuésemos a salir en televisión española.
Un domingo de tantos, ya cercano al 25 de junio, que era la fecha del gran acontecimiento y resulta que, justamente, cinco días después yo celebraba mi cumpleaños, mi madre me acompañó a la obligada (por supuesto) misa matutina “precatequesis”. Cuando llegó el momento de la comunión, cerca de acabar la misa, me levanté tras mi madre, con todos mis huevos toreros, y me puse en la cola para que la sagrada forma fuera introducida en mi boca, como en las bocas de todos los demás. Mi madre estaba a lo suyo, que no era lo mío, porque me puse detrás y ni cuenta se dio. Total, que tras mi devota madre entonces, tomada ella la oblea, me puse yo. El sacerdote me la puso en la lengua y yo, más ancha que larga, volví tras los pasos de mi madre, al banco en el que nos sentábamos. Mi madre, pobre, al advertir lo que había hecho, viéndome ya sentada a su derecha, me estampó tal colleja en el cogote, jurando en hebreo, que la hostia pasó de estar pegada en mi lengua, al paladar, para proseguir su trayectoria descendente hasta alcanzar la tráquea. Parezco un médico taurino hablando de la trayectoria de una cornada, pero fue algo parecido.
En fin, que, con la hostia consagrada atravesada en la tráquea, me quedé sin poder respirar, acción que se suele necesitar para sobrevivir y no marearte. Debí de perder algo de tono facial, porque mi madre, con más vergüenza que otra cosa, me cogió del brazo y me sacó de la iglesia para sentarme en un banco de los soportales del ayuntamiento, justo al lado. Me soltó otra colleja y la hostia bajó, ya por fin, por el conducto adecuado.
“Quédate aquí y ni te muevas. ¿Me oyes? Ya hablaremos en casa. Voy a ver terminar la misa”.
Pues bien, en los soportales del ayuntamiento me quedé sentada en un banco, junto a una señora que vendía chuches para que los niños, al salir de misa, los compraran y se gastaran la paga. También iba esta señora al colegio cada día, a la hora del recreo y para el mismo menester. Doña Práxedes (que así se llamaba la susodicha y yo siempre creí que era nombre de varón...) era una mujer mayor, con pañuelo negro y más encorvada que un japonés agradecido. Llevaba en su cesto enorme de mimbre, llenito hasta las trancas, todo tipo de golosinas: chocolatinas, bolsitas de pipas, maíz frito, chicles y gominolas. Como acababa de tragarme dos collejas y una hostia consagrada, me vi en la obligación de pasar aquel tortuoso trance que me esperaría en casa de la manera menos dolorosa posible, así que las doscientas pesetas que llevaba en mi monedero se las quedó la señora Práxedes a cambio de una enorme bolsa de gominolas que devoré en los diez minutos de misa que restaban para el final. Gominolas con forma de huevo frito, de botellita de coca cola, de dentadura, de fresa con su rabillo verde y todo. Un festín azucarado en toda regla que impediría (qué ingenuidad la mía) la ingesta de la paella dominical, el pollo guisado con patatas y me acercaría a alguna colleja más durante la jornada. Pero yo era una niña kamikaze. Si iba a pasar un mal domingo, al menos que fuera atiborrada de azúcar.
Salió mi madre de misa, me recogió del banco y nos fuimos a casa. Ella juraba en idiomas desconocidos por mí, mientras yo hacía la digestión del festín multicolor, así que mi cerebro no estaba en mi cabeza en esos momentos, tenía toda la sangre en el estómago. Tuve que fingir y comer la paella y el pollo guisado. No quedé en estado catatónico de milagro. Recuerdo la carcajada de mi padre al saber de mi desliz en la iglesia…De todo lo demás, tengo una difusa película en blanco y negro en la memoria, tras la ingesta pantagruélica de todo el condumio. Pese a ello, a los pocos días, el 25 de junio y más bonita que un San Luis, hice mi (segunda) primera comunión y mi carita era la de un ángel deslizado del mismo cielo para venir a la tierra. Sólo he vuelto a las iglesias desde entonces para bodas, bautizos y comuniones familiares, pero me quedo mirando las arañas majestuosas, con sus luces en los altos techos de los templos mientras pienso en cualquier otra cosa. Sin más.
Nélida L. del Estal Sastre






























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