GUERRA
Envejecer en Carabanchel y morir en Ucrania
Una cifra- dos millones- amarga aún más mi café sin azúcar para atizar el comienzo del día. Un nudo de fatiga se aprieta en mi pecho y las lágrimas intentan peinar ese desconsuelo, trenzándolo con lazos azules y amarillos porque, de la paleta de colores, ahora son los que pintan. Esta sensación raspa la médula de lo humano, cierra con postilla la ilusión por el progreso y dejará tatuada la impotencia ante el sufrimiento conocido ¿tan lejos? Tan lejos por miles de kilómetros y tan lejos porque la barbarie va cegando todas las puertas hacia la esperanza, por recuperar la dignidad de este mundo: Etiopía, Afganistán, Yemen, Gaza, Myanmar, Siria, Ucrania…- y me agoto en el abismo de los puntos suspensivos.
Pero tan cerca por los millones de huellas que ahora nos hermanan en el alma, a través de una imagen rota en la televisión: «Más de dos millones de personas ya han abandonado el país para huir de la invasión rusa». Copio y pego, copio y pego, copio y pego… haciendo surcos en mi pensamiento, con el yugo que derrenga los hombros entregados a la desazón, porque me pesa la suerte que tengo. Cuesta aceptar que una amenaza determinante sea abono del pisoteo de la concordia entre naciones, olvidando que esa fue la victoria, en una suerte de madurez, tras la Segunda Guerra Mundial.
Zamora ya se ha arremangado y son varias las iniciativas que llaman a la acogida de quienes necesitan refugio, porque escapan del horror que ha perforado su integridad hasta los huesos, fracturando las raíces que te explican quién eres. Son refugiados porque así los acoge la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951- ACNUR; son perseguidos en Ucrania, huyen de una guerra, sobreviven en lo que su propio nombre es- en el país-, porque se visten con la melodía de una bandurka para no olvidar la rutina que era antes, en su país.
En la cocina se escucha la radio y se respira anís porque las manos de una madre amasan la rosca, antes de nacer. La llumbre comparte por el fumeiro el abrazo hogareño y las llaves cuelgan del caldirizu.
Las llaves sellan el trato, abren la puerta al secreto de tus pertenencias para licuar los objetos en la fragancia que identifica nuestra esencia.
Pero ese trato se quema en otro fuego, el de la injusticia, cuando dos octogenarios quedan a la intemperie, en el frío desolador de las decisiones automáticas de despacho. Nos lo cuenta la radio mientras las manos de una madre desahogan su furia en la harina de la incomprensión, la harina que los vecinos disparan contra la avalancha burocrática. Carabanchel se ha arremangado porque siente la noche en su oscuridad más profunda, cuando la protección que siembra un hogar se percibe tan frágil, cuando la intimidad personal y familiar suena como eco afónico de bienestar.
Tan lejos y tan cerca solo queda la solidaridad como espejo que nos increpa sobre quiénes somos y quiénes queremos ser.
La luna se ha destripado
porque las brujas
no necesitan su luz robada al sol
para amamantar al diablo.
Mueren las risas.
Ya no quedan enamorados.
El escarnio a la tierra de oro
evapora la ceniza
para ser cielo de hormigón pesado
y solo llueven cuervos.
Un loco vive solo,
en el frío de su hambre
eterna
dispara cerrando la mirada.
Mueren los paisajes.
Ya no queda primavera.
Esther Ferreira Leonís
Una cifra- dos millones- amarga aún más mi café sin azúcar para atizar el comienzo del día. Un nudo de fatiga se aprieta en mi pecho y las lágrimas intentan peinar ese desconsuelo, trenzándolo con lazos azules y amarillos porque, de la paleta de colores, ahora son los que pintan. Esta sensación raspa la médula de lo humano, cierra con postilla la ilusión por el progreso y dejará tatuada la impotencia ante el sufrimiento conocido ¿tan lejos? Tan lejos por miles de kilómetros y tan lejos porque la barbarie va cegando todas las puertas hacia la esperanza, por recuperar la dignidad de este mundo: Etiopía, Afganistán, Yemen, Gaza, Myanmar, Siria, Ucrania…- y me agoto en el abismo de los puntos suspensivos.
Pero tan cerca por los millones de huellas que ahora nos hermanan en el alma, a través de una imagen rota en la televisión: «Más de dos millones de personas ya han abandonado el país para huir de la invasión rusa». Copio y pego, copio y pego, copio y pego… haciendo surcos en mi pensamiento, con el yugo que derrenga los hombros entregados a la desazón, porque me pesa la suerte que tengo. Cuesta aceptar que una amenaza determinante sea abono del pisoteo de la concordia entre naciones, olvidando que esa fue la victoria, en una suerte de madurez, tras la Segunda Guerra Mundial.
Zamora ya se ha arremangado y son varias las iniciativas que llaman a la acogida de quienes necesitan refugio, porque escapan del horror que ha perforado su integridad hasta los huesos, fracturando las raíces que te explican quién eres. Son refugiados porque así los acoge la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951- ACNUR; son perseguidos en Ucrania, huyen de una guerra, sobreviven en lo que su propio nombre es- en el país-, porque se visten con la melodía de una bandurka para no olvidar la rutina que era antes, en su país.
En la cocina se escucha la radio y se respira anís porque las manos de una madre amasan la rosca, antes de nacer. La llumbre comparte por el fumeiro el abrazo hogareño y las llaves cuelgan del caldirizu.
Las llaves sellan el trato, abren la puerta al secreto de tus pertenencias para licuar los objetos en la fragancia que identifica nuestra esencia.
Pero ese trato se quema en otro fuego, el de la injusticia, cuando dos octogenarios quedan a la intemperie, en el frío desolador de las decisiones automáticas de despacho. Nos lo cuenta la radio mientras las manos de una madre desahogan su furia en la harina de la incomprensión, la harina que los vecinos disparan contra la avalancha burocrática. Carabanchel se ha arremangado porque siente la noche en su oscuridad más profunda, cuando la protección que siembra un hogar se percibe tan frágil, cuando la intimidad personal y familiar suena como eco afónico de bienestar.
Tan lejos y tan cerca solo queda la solidaridad como espejo que nos increpa sobre quiénes somos y quiénes queremos ser.
La luna se ha destripado
porque las brujas
no necesitan su luz robada al sol
para amamantar al diablo.
Mueren las risas.
Ya no quedan enamorados.
El escarnio a la tierra de oro
evapora la ceniza
para ser cielo de hormigón pesado
y solo llueven cuervos.
Un loco vive solo,
en el frío de su hambre
eterna
dispara cerrando la mirada.
Mueren los paisajes.
Ya no queda primavera.
Esther Ferreira Leonís






















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