COSAS DE MI TIERRA
La calima naranja en la Zamora gris
Zamora es diferente. No es un tópico. Esclarezco mi aserto. Hoy, en toda España, incluso en las regiones independentistas, los cielos se pintaron de naranja. En nuestra ciudad, no. Aquí la atmósfera se tiñó de gris, el color de la mediocridad. Ahora bien, esa vulgaridad que preside la vida cotidiana encuentra también excepciones mágicas, como si no fueran propias de esta tierra. Verbigracia: el Consejo Local de la Juventud, cuatro almas grandes que han sido capaces de recoger 52 toneladas de alimentos para enviar a los refugiados ucranianos que se hallan en Polonia, exiliados de las bombas rusas, una nación que ya masacró Chechenia y su capital Grozni, ciudad en la que solo vivían ya niños, mujeres y ancianos, y Siria, para apoyar al dictador Basar al Asad, hijo de otro monstruo que ya actuó en contra de su pueblo durante el régimen soviético.
Por cierto, Tomás Gestoso, presidente de estos jóvenes solidarios zamoranos, confesó que no todas las instituciones públicas atendieron sus demandas. Quizá porque las izquierdas españolas, como Putin, consideran que los ucranianos son neonazis. Desconocía que los nonatos, los bebés, los niños fuesen partidarios de Hitler.
La guerra de Putin, hombre nacido, criado y forjado en la Unión Soviética, aquel paraíso social, descubre también a demócratas y totalitarios. En Zamora, hay poco de todo. Ni demócratas, ni comunistas. La gente pasa. El zamorano solo pretende que lo dejen vivir, que le permitan ahorrar miseria, celebrar la Semana Santa, comprar los ajos en San Pedro, cobrar las pensiones más bajas de España y que los jóvenes se vayan fuera para ganarse el pan con el sudor de su frente. Aquí ya no hay espíritu de lucha, ni ganas de transformar ciudad y provincia. Solo se busca que todo siga igual, que nada cambie, que no nos quiten el Duero, ni las nieblas del otoño, ni los vencejos de verano, ni las romerías del Cristo de Valderrey y de la Virgen de la Concha.
Zamora es ironía: una ciudad que parece muy religiosa, como demuestran los nombres de sus principales calles: Santa Clara, San Torcuato, San Andrés, Tres Cruces, Amargura, San Pablo, carece de fe en su futuro. Paradoja social: los zamoranos se vuelcan con los foráneos, como ahora con Ucrania, pero se olvidan de sus vecinos, y, si alguna destaca por su inteligencia y talento, elegancia y disposición, se le intente destruir, calumniarlo hasta que, al final, cansado, cruce las fronteras provinciales y no vuelva nunca más.
Ya escribí, no ha mucho tiempo, que en Zamora se ha prohibido pensar, que no se puede ir por la vida de librepensador, porque te abrasan los caciques y sus medios de comunicación, su instrumento preferido para que nadie destaque. Para vivir sin problemas por estos pagos, se requiere guardar silencio, confundirte con la masa, colocarte el cartel de vulgar, tolerar el nepotismo público, la censura periodística y que los medios pasen a ser la voz de su amor, el que paga.
No, no ha sido posible. La calima sahariana no pintó nuestro cielo de naranja, de mandarina sin tito, sino de gris, el color de la ramplonería, del adocenamiento y de la cobardía. Solo la buena gente, verde esperanza, del Consejo Local de la Juventud, añadió color a esta ciudad pretérita.
Eugenio-Jesús de Ávila
Zamora es diferente. No es un tópico. Esclarezco mi aserto. Hoy, en toda España, incluso en las regiones independentistas, los cielos se pintaron de naranja. En nuestra ciudad, no. Aquí la atmósfera se tiñó de gris, el color de la mediocridad. Ahora bien, esa vulgaridad que preside la vida cotidiana encuentra también excepciones mágicas, como si no fueran propias de esta tierra. Verbigracia: el Consejo Local de la Juventud, cuatro almas grandes que han sido capaces de recoger 52 toneladas de alimentos para enviar a los refugiados ucranianos que se hallan en Polonia, exiliados de las bombas rusas, una nación que ya masacró Chechenia y su capital Grozni, ciudad en la que solo vivían ya niños, mujeres y ancianos, y Siria, para apoyar al dictador Basar al Asad, hijo de otro monstruo que ya actuó en contra de su pueblo durante el régimen soviético.
Por cierto, Tomás Gestoso, presidente de estos jóvenes solidarios zamoranos, confesó que no todas las instituciones públicas atendieron sus demandas. Quizá porque las izquierdas españolas, como Putin, consideran que los ucranianos son neonazis. Desconocía que los nonatos, los bebés, los niños fuesen partidarios de Hitler.
La guerra de Putin, hombre nacido, criado y forjado en la Unión Soviética, aquel paraíso social, descubre también a demócratas y totalitarios. En Zamora, hay poco de todo. Ni demócratas, ni comunistas. La gente pasa. El zamorano solo pretende que lo dejen vivir, que le permitan ahorrar miseria, celebrar la Semana Santa, comprar los ajos en San Pedro, cobrar las pensiones más bajas de España y que los jóvenes se vayan fuera para ganarse el pan con el sudor de su frente. Aquí ya no hay espíritu de lucha, ni ganas de transformar ciudad y provincia. Solo se busca que todo siga igual, que nada cambie, que no nos quiten el Duero, ni las nieblas del otoño, ni los vencejos de verano, ni las romerías del Cristo de Valderrey y de la Virgen de la Concha.
Zamora es ironía: una ciudad que parece muy religiosa, como demuestran los nombres de sus principales calles: Santa Clara, San Torcuato, San Andrés, Tres Cruces, Amargura, San Pablo, carece de fe en su futuro. Paradoja social: los zamoranos se vuelcan con los foráneos, como ahora con Ucrania, pero se olvidan de sus vecinos, y, si alguna destaca por su inteligencia y talento, elegancia y disposición, se le intente destruir, calumniarlo hasta que, al final, cansado, cruce las fronteras provinciales y no vuelva nunca más.
Ya escribí, no ha mucho tiempo, que en Zamora se ha prohibido pensar, que no se puede ir por la vida de librepensador, porque te abrasan los caciques y sus medios de comunicación, su instrumento preferido para que nadie destaque. Para vivir sin problemas por estos pagos, se requiere guardar silencio, confundirte con la masa, colocarte el cartel de vulgar, tolerar el nepotismo público, la censura periodística y que los medios pasen a ser la voz de su amor, el que paga.
No, no ha sido posible. La calima sahariana no pintó nuestro cielo de naranja, de mandarina sin tito, sino de gris, el color de la ramplonería, del adocenamiento y de la cobardía. Solo la buena gente, verde esperanza, del Consejo Local de la Juventud, añadió color a esta ciudad pretérita.
Eugenio-Jesús de Ávila






















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