HABLEMOS
Ni el intervencionismo ni el Estado son la solución
Carlos Domínguez
Únicamente dentro de una sociedad narcotizada por la estafa socialdemócrata del Estado del Bienestar, pueden plantearse soluciones como las propaladas desde el sector agrario o del transporte, de aplicar máximos o mínimos: topar en la jerga político-mediática, a costes y precios de productos, materias primas y carburantes, alegando la utopía de unos precios justos, nunca inferiores a unos no menos peregrinos costes de producción, a fin supuestamente de evitar pérdidas en origen. En pocas palabras, Soviet y Gosplan a la eterna usanza.
Tales sectores, especialmente el agroganadero, pasan por alto que el origen de su ruina estriba en una PAC desastrosa, que a fuerza de subvenciones artificiales mantiene un medio rural y una actividad sin futuro a causa precisamente del intervencionismo estatal y bruselense, con transferencia política de rentas a favor especialmente de la agricultura francesa y alemana, mientras nuestra agricultura hortofrutícola se enfrenta a la competencia desleal de países terceros, primados contra la norma comunitaria en perjuicio de España por una eurocracia al servicio de Francia y Alemania como potencias dirigentes. De dejar en manos de un mercado libre la producción agropecuaria, posiblemente cultivos tradicionales como el cereal se verían obligados a una oportuna reconversión. Pero, con una política adecuada y relativamente al margen de las arbitrariedades comunitarias, el sector ganadero de la carne y la leche estaría en condiciones de sobrevivir, asumiendo costes e incrementos de precio; y todavía más lo estaría la mejor huerta de Europa, haciendo otro tanto en el ámbito interno y externo.
El mercado libre es el adecuado y justo baremo a efectos de garantizar la prosperidad y el crecimiento económico. Si por la razón que fuere el productor de tomates o patatas ve incrementados sus costes, la lógica más elemental aconseja no PAC, subvención ni “topación”, sino repercutir al consumidor; y si éste tiene que pagar un 10, 30, 40 o 100% más por kilo de producto, que pague y lo acepte en virtud de una sana competencia. A fin de cuentas, en una economía sin arbitrismo ni imposiciones, lo natural son las oscilaciones de precios en virtud de las condiciones de la producción y del mercado. ¿O alguien cree que, como ha demostrado la subida de la barra de pan, el consumidor va a dejar de comprar leche o tomates por el aumento incluso de un 100% en el precio?; por descontado que no, ello a la espera de que la competencia restablezca el equilibrio mediante el oportuno ajuste.
Y nada distinto ocurre en el transporte, con problemas cuya solución no pasa por “topar” o subvencionar mediante la intervención del Estado el precio de los carburantes, sino por presionar para que ese mismo Estado voraz, saqueador y derrochador con sus infinitas burocracias, renuncie a la arbitraria y abusiva carga de un 100% de impuesto sobre coste de gasolina y gasóleo en origen, incluida la extracción, transporte, refinado y distribución. A partir de ahí, si va al alza el barril de crudo, y difícilmente lo hará a nivel del actual 100% de sobreprecio fiscal, repercútase el aumento al consumidor. ¿O es que el transporte aspira a que el resto de la ciudadanía le subsidie de por vida y arte de gracia lo que pudo ser una pésima inversión, de la que los demás no tenemos culpa alguna?; ello, de paso, unido a jubilaciones de funcionario a los sesenta.
Por cierto, un mercado libre no es incompatible con un hábil y medido proteccionismo, según practica un país como EE.UU., cierto que no esclavo ni rehén de las políticas filosocialistas e intervencionistas de la eurocracia, con sus infinitos despropósitos. ¿Naranjas marroquíes, israelíes o sudafricanas, como se vienen importando en perjuicio de nuestros agricultores nacionales? De ninguna manera, ya que por aquí, y de seguro en Europa entera, las naranjas valencianas y españolas no tienen competencia de dejarlo a elección de los consumidores, nunca a la decisión de políticos actuando al dictado de sus intereses, tanto personales: cargo, latisueldo y poltrona, como de los de una impresentable casta de modernos oligarcas.
Únicamente dentro de una sociedad narcotizada por la estafa socialdemócrata del Estado del Bienestar, pueden plantearse soluciones como las propaladas desde el sector agrario o del transporte, de aplicar máximos o mínimos: topar en la jerga político-mediática, a costes y precios de productos, materias primas y carburantes, alegando la utopía de unos precios justos, nunca inferiores a unos no menos peregrinos costes de producción, a fin supuestamente de evitar pérdidas en origen. En pocas palabras, Soviet y Gosplan a la eterna usanza.
Tales sectores, especialmente el agroganadero, pasan por alto que el origen de su ruina estriba en una PAC desastrosa, que a fuerza de subvenciones artificiales mantiene un medio rural y una actividad sin futuro a causa precisamente del intervencionismo estatal y bruselense, con transferencia política de rentas a favor especialmente de la agricultura francesa y alemana, mientras nuestra agricultura hortofrutícola se enfrenta a la competencia desleal de países terceros, primados contra la norma comunitaria en perjuicio de España por una eurocracia al servicio de Francia y Alemania como potencias dirigentes. De dejar en manos de un mercado libre la producción agropecuaria, posiblemente cultivos tradicionales como el cereal se verían obligados a una oportuna reconversión. Pero, con una política adecuada y relativamente al margen de las arbitrariedades comunitarias, el sector ganadero de la carne y la leche estaría en condiciones de sobrevivir, asumiendo costes e incrementos de precio; y todavía más lo estaría la mejor huerta de Europa, haciendo otro tanto en el ámbito interno y externo.
El mercado libre es el adecuado y justo baremo a efectos de garantizar la prosperidad y el crecimiento económico. Si por la razón que fuere el productor de tomates o patatas ve incrementados sus costes, la lógica más elemental aconseja no PAC, subvención ni “topación”, sino repercutir al consumidor; y si éste tiene que pagar un 10, 30, 40 o 100% más por kilo de producto, que pague y lo acepte en virtud de una sana competencia. A fin de cuentas, en una economía sin arbitrismo ni imposiciones, lo natural son las oscilaciones de precios en virtud de las condiciones de la producción y del mercado. ¿O alguien cree que, como ha demostrado la subida de la barra de pan, el consumidor va a dejar de comprar leche o tomates por el aumento incluso de un 100% en el precio?; por descontado que no, ello a la espera de que la competencia restablezca el equilibrio mediante el oportuno ajuste.
Y nada distinto ocurre en el transporte, con problemas cuya solución no pasa por “topar” o subvencionar mediante la intervención del Estado el precio de los carburantes, sino por presionar para que ese mismo Estado voraz, saqueador y derrochador con sus infinitas burocracias, renuncie a la arbitraria y abusiva carga de un 100% de impuesto sobre coste de gasolina y gasóleo en origen, incluida la extracción, transporte, refinado y distribución. A partir de ahí, si va al alza el barril de crudo, y difícilmente lo hará a nivel del actual 100% de sobreprecio fiscal, repercútase el aumento al consumidor. ¿O es que el transporte aspira a que el resto de la ciudadanía le subsidie de por vida y arte de gracia lo que pudo ser una pésima inversión, de la que los demás no tenemos culpa alguna?; ello, de paso, unido a jubilaciones de funcionario a los sesenta.
Por cierto, un mercado libre no es incompatible con un hábil y medido proteccionismo, según practica un país como EE.UU., cierto que no esclavo ni rehén de las políticas filosocialistas e intervencionistas de la eurocracia, con sus infinitos despropósitos. ¿Naranjas marroquíes, israelíes o sudafricanas, como se vienen importando en perjuicio de nuestros agricultores nacionales? De ninguna manera, ya que por aquí, y de seguro en Europa entera, las naranjas valencianas y españolas no tienen competencia de dejarlo a elección de los consumidores, nunca a la decisión de políticos actuando al dictado de sus intereses, tanto personales: cargo, latisueldo y poltrona, como de los de una impresentable casta de modernos oligarcas.























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