CON LOS CINCO SENTIDOS
Haciendo barquitos de cera
Cuando éramos pequeños, casi nada importaba. Los días sólo servían para aburrirte o apasionarte en el colegio y para jugar hasta rasparte los codos y las rodillas con la bici. A veces, los domingos eran especiales y tus padres te llevaban a misa, o de paseo, o a ver a alguna señora que estaba en el hospital y que, cuando te obligaban a besarla, su mentón raspaba como una lija… y te pasabas el haz de la mano por la cara, como queriendo suavizar ese asco infantil a toda demostración de cariño propia o ajena a la familia.
Yo deseaba que llegaran los lunes porque el colegio me gustaba, aunque algunas pedorras me lo hicieran pasar mal los primeros años, supongo que, porque eran tontas, sin más. No encuentro otra razón para maltratar a alguien por el simple hecho de ser diferente, llevar gafas, ser gordo, flaco o empollón. O eso, o una maldad de cuna. Pero me lo pasaba bien aprendiendo, de hecho, es lo que más me gustaba y me gusta, aprender. Supongo que el día en el que deje de aprender o se me acaben esas ganas, habré muerto o habré perdido la cordura y desearé estar fuera de todo ya, para siempre, porque la vida dejará de tener un sentido para mí, más allá del sentido de permanecer por tu descendencia para verlos crecer como personas.
Recuerdo un día de verano, con un calor de justicia, del que sólo hace en la mitad sur de España, pero a lo bestia. Yo, aburrida, delante del aire acondicionado con 12 años más o menos, mirando embobada la televisión del momento y comiendo nueces con mi padre y mis hermanos. Esa tarde la recuerdo haciendo barcos con cada mitad perfecta que nos salía de partir las nueces, rellenándola con la cera derretida de las velas que tenía mi madre en un cajón y pinchando un palillo con un papelito triangular pegado, de colores diversos, a modo de vela, mientras la cera aún estaba caliente; así hasta que se enfriaba y se quedaba enhiesto el palillo, recto como una modelo cuando desfila y parece que se ha tragado un sable.
Después, echábamos agua en la bañera o en la pila de piedra del porche, donde mi madre lavaba a veces ropa a mano, y poníamos los barquitos de cera y nueces a flotar…Eran perfectos, como esa infancia que nunca vuelve y que tanto echo en falta según voy haciéndome mayor.
Nélida L. del Estal Sastre
Cuando éramos pequeños, casi nada importaba. Los días sólo servían para aburrirte o apasionarte en el colegio y para jugar hasta rasparte los codos y las rodillas con la bici. A veces, los domingos eran especiales y tus padres te llevaban a misa, o de paseo, o a ver a alguna señora que estaba en el hospital y que, cuando te obligaban a besarla, su mentón raspaba como una lija… y te pasabas el haz de la mano por la cara, como queriendo suavizar ese asco infantil a toda demostración de cariño propia o ajena a la familia.
Yo deseaba que llegaran los lunes porque el colegio me gustaba, aunque algunas pedorras me lo hicieran pasar mal los primeros años, supongo que, porque eran tontas, sin más. No encuentro otra razón para maltratar a alguien por el simple hecho de ser diferente, llevar gafas, ser gordo, flaco o empollón. O eso, o una maldad de cuna. Pero me lo pasaba bien aprendiendo, de hecho, es lo que más me gustaba y me gusta, aprender. Supongo que el día en el que deje de aprender o se me acaben esas ganas, habré muerto o habré perdido la cordura y desearé estar fuera de todo ya, para siempre, porque la vida dejará de tener un sentido para mí, más allá del sentido de permanecer por tu descendencia para verlos crecer como personas.
Recuerdo un día de verano, con un calor de justicia, del que sólo hace en la mitad sur de España, pero a lo bestia. Yo, aburrida, delante del aire acondicionado con 12 años más o menos, mirando embobada la televisión del momento y comiendo nueces con mi padre y mis hermanos. Esa tarde la recuerdo haciendo barcos con cada mitad perfecta que nos salía de partir las nueces, rellenándola con la cera derretida de las velas que tenía mi madre en un cajón y pinchando un palillo con un papelito triangular pegado, de colores diversos, a modo de vela, mientras la cera aún estaba caliente; así hasta que se enfriaba y se quedaba enhiesto el palillo, recto como una modelo cuando desfila y parece que se ha tragado un sable.
Después, echábamos agua en la bañera o en la pila de piedra del porche, donde mi madre lavaba a veces ropa a mano, y poníamos los barquitos de cera y nueces a flotar…Eran perfectos, como esa infancia que nunca vuelve y que tanto echo en falta según voy haciéndome mayor.
Nélida L. del Estal Sastre





















Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.116