SEMANA SANTA
La Soledad es la madre de la Zamora que sufre, ama y siente

En Zamora, quedamos muy pocos, cada vez somos menos. Tenemos una soledad no elegida, más bien impuesta por los políticos, por el poder. En Semana Santa, regresan a la gran fiesta de la sensualidad, de la alegría, de la tradición, del hedonismo, los zamoranos que se fueron, porque quisieron o porque los echaron los caciques. En Zamora, las vírgenes se sienten muy solas, porque la juventud ya no acude a las iglesias a rezar. La gente joven es, esencialmente, hedonista, porque los mayores hemos construido un paraíso de la nada.

Hay una Soledad que esta noche de Sábado Santo se sintió acompañada como nunca. Cuatro mil mujeres, de todas las edades, la acompañaron durante unas horas, le cantaron una Salve y echaron lágrimas, como queriendo emular las que Ramón Álvarez esculpió en el bello rostro de la mamá del Nazareno. Quizá esta procesión sea la más triste de la Pasión zamorana, porque siempre hay alguien, hombre o mujer, a la que le falta su madre, y, cuando se rompe el cordón espiritual que nos une a nuestra progenitora, nos quedamos solos en mitad de la vida. Sin mamás nos convertimos en un sol sin luna, en unos ojos sin mirada, en lágrimas secas, en unos labios sin besos.

En Zamora nos morimos más despacio, pero sufrimos dos muertes: la de la madre y la propia, aunque nunca sabremos si nos hemos muerto, aunque intuimos que la Dama Negra viene a buscarnos para hacernos el amor una sola vez.

La Soledad adopta a todo hombre y a toda mujer que se quedaron sin mamá. Cada Sábado Santo, cuando el sol se marcha a mojar sus rayos de luz en las aguas atlánticas, y casi hasta la media noche, la Virgen de Ramón Álvarez nos recuerda que hubo un tiempo en el que las mujeres mandaban en el cielo, ordenaban la sociedad, el amor se imponía al odio, la belleza a la fealdad, la verdad a la mentira. Después los semitas dieron un golpe de Estado en el más allá y coronaron un dios rey absoluto cruel, vengativo, genocida. Pero los mortales necesitan a las diosas femeninas para derrotar a la muerte y encontrar la rima a la poesía de la vida.

La Soledad es la madre de Zamora, la ciudad pretérita, la que agoniza sobre el lecho húmedo del Duero, la que no cree en Dios, pero sí en la mujer como ser creador de vida, de luz y de amor para siempre. La Soledad es la mamá de una ciudad que sufre, ama y siente. La Soledad es la madre de los que creen, de los agnósticos y de los ateos.


En Zamora, quedamos muy pocos, cada vez somos menos. Tenemos una soledad no elegida, más bien impuesta por los políticos, por el poder. En Semana Santa, regresan a la gran fiesta de la sensualidad, de la alegría, de la tradición, del hedonismo, los zamoranos que se fueron, porque quisieron o porque los echaron los caciques. En Zamora, las vírgenes se sienten muy solas, porque la juventud ya no acude a las iglesias a rezar. La gente joven es, esencialmente, hedonista, porque los mayores hemos construido un paraíso de la nada.

Hay una Soledad que esta noche de Sábado Santo se sintió acompañada como nunca. Cuatro mil mujeres, de todas las edades, la acompañaron durante unas horas, le cantaron una Salve y echaron lágrimas, como queriendo emular las que Ramón Álvarez esculpió en el bello rostro de la mamá del Nazareno. Quizá esta procesión sea la más triste de la Pasión zamorana, porque siempre hay alguien, hombre o mujer, a la que le falta su madre, y, cuando se rompe el cordón espiritual que nos une a nuestra progenitora, nos quedamos solos en mitad de la vida. Sin mamás nos convertimos en un sol sin luna, en unos ojos sin mirada, en lágrimas secas, en unos labios sin besos.

En Zamora nos morimos más despacio, pero sufrimos dos muertes: la de la madre y la propia, aunque nunca sabremos si nos hemos muerto, aunque intuimos que la Dama Negra viene a buscarnos para hacernos el amor una sola vez.

La Soledad adopta a todo hombre y a toda mujer que se quedaron sin mamá. Cada Sábado Santo, cuando el sol se marcha a mojar sus rayos de luz en las aguas atlánticas, y casi hasta la media noche, la Virgen de Ramón Álvarez nos recuerda que hubo un tiempo en el que las mujeres mandaban en el cielo, ordenaban la sociedad, el amor se imponía al odio, la belleza a la fealdad, la verdad a la mentira. Después los semitas dieron un golpe de Estado en el más allá y coronaron un dios rey absoluto cruel, vengativo, genocida. Pero los mortales necesitan a las diosas femeninas para derrotar a la muerte y encontrar la rima a la poesía de la vida.

La Soledad es la madre de Zamora, la ciudad pretérita, la que agoniza sobre el lecho húmedo del Duero, la que no cree en Dios, pero sí en la mujer como ser creador de vida, de luz y de amor para siempre. La Soledad es la mamá de una ciudad que sufre, ama y siente. La Soledad es la madre de los que creen, de los agnósticos y de los ateos.
























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