HABLEMOS
El valor de lo sagrado
Carlos Domínguez
La profunda decadencia de un Occidente que ha agotado su ciclo civilizador, y contra lo que pudiera parecer en el marco de sociedades dominadas por una técnica al servicio del bienestar material, de ningún modo es ajena a la crisis que atraviesa dentro de nuestro mundo el hecho religioso. En el fondo, no se trata de la secularización, tampoco de la pérdida de sentido del rito o la liturgia, y ni siquiera de un ecumenismo vaticano rendido bajo el actual pontificado a los mitos “antropológicos” de ideologías materialistas y ateas, contrarias a cualquier creencia religiosa. A lo que hoy renuncia Occidente es al sentimiento de lo sagrado, en cuanto forma de vivenciar lo humano en su dimensión espiritual. Sentimiento nunca identificable con un credo, una fe o un culto particular, incluso más allá de las instituciones que lo hacen posible en el ámbito social. Lo sagrado equivale a asumir el compromiso ético con la figura extraña del otro, mas nunca como miembro de una colectividad o humanidad abstracta, que ignora y prescinde de las diferencias individuales.
Precisamente, la vivencia de lo humano como valor máximo del individuo en su diferencia, que hace de él para los demás persona y acaso semejante, adquiere una dimensión cuya pérdida significa no ya la muerte de Dios, anunciada por Nietzsche en su trágica lucidez. Significa la orfandad y abandono del hombre, acompañada de la completa sumisión al poder del Estado, materializado en aparatos burocráticos que, bajo excusa del valor absoluto de lo social sobre lo individual, junto al argumento de la superioridad de una racionalidad científico técnica, son responsables de las más inicuas atrocidades cometidas por las sociedades contemporáneas. En estos días de rito y tradiciones renovadas, no está de más recordar la figura de un Scheler que hizo de la filosofía pura vivencia espiritual, ello a partir de un hondo sentimiento religioso de lo humano, en lo que éste encierra para nosotros de valor y compromiso ético.
La profunda decadencia de un Occidente que ha agotado su ciclo civilizador, y contra lo que pudiera parecer en el marco de sociedades dominadas por una técnica al servicio del bienestar material, de ningún modo es ajena a la crisis que atraviesa dentro de nuestro mundo el hecho religioso. En el fondo, no se trata de la secularización, tampoco de la pérdida de sentido del rito o la liturgia, y ni siquiera de un ecumenismo vaticano rendido bajo el actual pontificado a los mitos “antropológicos” de ideologías materialistas y ateas, contrarias a cualquier creencia religiosa. A lo que hoy renuncia Occidente es al sentimiento de lo sagrado, en cuanto forma de vivenciar lo humano en su dimensión espiritual. Sentimiento nunca identificable con un credo, una fe o un culto particular, incluso más allá de las instituciones que lo hacen posible en el ámbito social. Lo sagrado equivale a asumir el compromiso ético con la figura extraña del otro, mas nunca como miembro de una colectividad o humanidad abstracta, que ignora y prescinde de las diferencias individuales.
Precisamente, la vivencia de lo humano como valor máximo del individuo en su diferencia, que hace de él para los demás persona y acaso semejante, adquiere una dimensión cuya pérdida significa no ya la muerte de Dios, anunciada por Nietzsche en su trágica lucidez. Significa la orfandad y abandono del hombre, acompañada de la completa sumisión al poder del Estado, materializado en aparatos burocráticos que, bajo excusa del valor absoluto de lo social sobre lo individual, junto al argumento de la superioridad de una racionalidad científico técnica, son responsables de las más inicuas atrocidades cometidas por las sociedades contemporáneas. En estos días de rito y tradiciones renovadas, no está de más recordar la figura de un Scheler que hizo de la filosofía pura vivencia espiritual, ello a partir de un hondo sentimiento religioso de lo humano, en lo que éste encierra para nosotros de valor y compromiso ético.
























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