ZAMORANA
Un recuerdo
Me dicen, me cuentan, leo, me entero de las noticias que atañen a mi tierra, esa patria chica que se sitúa a apenas doscientos cincuenta kilómetros de aquí o, como dicen los madrileños, que suelen contar la distancia por tiempo, a dos horas y media escasas, mucho menos si se utiliza el maravilloso AVE y, sin embargo, a veces pareciera hallarse en la otra parte del mundo.
Mis recuerdos van unidos a un pueblo pequeño y a su capital, Zamora, que eran el regalo de las vacaciones de verano infantojuveniles durante muchos años, desde que salimos de Castronuevo en la emigración interna que se produjo en España en los años sesenta-setenta y alejó a muchos para siempre del pueblo, echando raíces en tierras vascas o catalanas.
Una vez al abrigo de la vieja casa familiar, mi padre se encargaba de poner en orden los pequeños desperfectos que se hubieran producido desde el año anterior, sobre todo cuando la abuela enviudó y estaba sola: arreglaba un grifo que goteaba sin parar, una ventana que no cerraba, el viejo reloj de pie cuyas pesas colgaban de una gruesa cuerda que era preciso subir para que diera cuartos, medias y horas con un sonido agudo que estremecía la casa…
Otro día íbamos a la ciudad para abastecer la despensa de provisiones, haciendo acopio en el mercado de abastos; luego mi madre, dependiendo de lo que estuviera de moda ese año en el pueblo: bordados, manteles, ganchillo...etc., nos llevaba a los almacenes García Casado en el centro de la ciudad para comprar los materiales necesarios. Después íbamos a comer a un restaurante detrás del Ayuntamiento nuevo, donde servilletas y manteles de tela eran de un blanco inmaculado y por la tarde –en alguna ocasión- mis padres nos regalaban a mi hermana y a mí una pequeña joya en Quintas que aún conservamos. Luego regresábamos al pueblo con la ilusión de haber vivido un día único, esa jornada que nos hacía especiales y deseábamos que llegara.
Tras desenvolver los materiales de labor y, dado que existía la costumbre de hacer una portalada; esto es, reunirse por la tarde las vecinas en torno a la puerta de una casa para hablar, coser o escuchar la radio; mi madre con ayuda de las más expertas me ponía en acción para comenzar la labor de aquel año. Conservo de entonces unos manteos de paño negro con el colorido y típico bordado carbajalino, además de interminables juegos de sábanas cosidas a vainica que hoy resultan más una pieza de exposición que de uso, pero me recuerdan aquellas maravillosas tardes en las que se hablaba de todo, se reía por todo, nadie decía una palabra más alta que otra y todo el mundo se llevaba bien en aquel universo femenino poblado por chismes, anécdotas y curiosidades que me afanaba en aprender sobre el pueblo y sus gentes.
Mª Soledad Martín Turiño
Me dicen, me cuentan, leo, me entero de las noticias que atañen a mi tierra, esa patria chica que se sitúa a apenas doscientos cincuenta kilómetros de aquí o, como dicen los madrileños, que suelen contar la distancia por tiempo, a dos horas y media escasas, mucho menos si se utiliza el maravilloso AVE y, sin embargo, a veces pareciera hallarse en la otra parte del mundo.
Mis recuerdos van unidos a un pueblo pequeño y a su capital, Zamora, que eran el regalo de las vacaciones de verano infantojuveniles durante muchos años, desde que salimos de Castronuevo en la emigración interna que se produjo en España en los años sesenta-setenta y alejó a muchos para siempre del pueblo, echando raíces en tierras vascas o catalanas.
Una vez al abrigo de la vieja casa familiar, mi padre se encargaba de poner en orden los pequeños desperfectos que se hubieran producido desde el año anterior, sobre todo cuando la abuela enviudó y estaba sola: arreglaba un grifo que goteaba sin parar, una ventana que no cerraba, el viejo reloj de pie cuyas pesas colgaban de una gruesa cuerda que era preciso subir para que diera cuartos, medias y horas con un sonido agudo que estremecía la casa…
Otro día íbamos a la ciudad para abastecer la despensa de provisiones, haciendo acopio en el mercado de abastos; luego mi madre, dependiendo de lo que estuviera de moda ese año en el pueblo: bordados, manteles, ganchillo...etc., nos llevaba a los almacenes García Casado en el centro de la ciudad para comprar los materiales necesarios. Después íbamos a comer a un restaurante detrás del Ayuntamiento nuevo, donde servilletas y manteles de tela eran de un blanco inmaculado y por la tarde –en alguna ocasión- mis padres nos regalaban a mi hermana y a mí una pequeña joya en Quintas que aún conservamos. Luego regresábamos al pueblo con la ilusión de haber vivido un día único, esa jornada que nos hacía especiales y deseábamos que llegara.
Tras desenvolver los materiales de labor y, dado que existía la costumbre de hacer una portalada; esto es, reunirse por la tarde las vecinas en torno a la puerta de una casa para hablar, coser o escuchar la radio; mi madre con ayuda de las más expertas me ponía en acción para comenzar la labor de aquel año. Conservo de entonces unos manteos de paño negro con el colorido y típico bordado carbajalino, además de interminables juegos de sábanas cosidas a vainica que hoy resultan más una pieza de exposición que de uso, pero me recuerdan aquellas maravillosas tardes en las que se hablaba de todo, se reía por todo, nadie decía una palabra más alta que otra y todo el mundo se llevaba bien en aquel universo femenino poblado por chismes, anécdotas y curiosidades que me afanaba en aprender sobre el pueblo y sus gentes.
Mª Soledad Martín Turiño























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