ZAMORANA
Vigilia y sueño
Recuerdo el título de una preciosa novela de Yauci Manuel Fernández: “Cada día cuenta”, y muy a menudo hago mío el significado de esa frase, intentando aprovechar el momento presente sin esperar al futuro, que se resume en el “carpe diem” horaciano y nos conmina a exprimir las horas, a vivir el hoy y el ahora, porque el ayer ya pasó y nadie tiene cierto el mañana.
Por eso valoro cada comienzo del día, en ese momento en que la consciencia regresa, una vez que el sueño ha reparado el cuerpo cansado y campado a sus anchas por el subconsciente dejando escenas en forma de fantasías que, en ocasiones se disipan al despertar, mientras que, otras veces, nos torturan reviviendo lo soñado con un inexplicable realismo.
Qué grato sería tener sueños a la carta, con posibilidad de elegir la ilusión de ver de nuevo a aquella persona amada que nos dejó demasiado pronto; revivir el momento o los instantes felices, esos que, tomados en pequeñas dosis constituyen la sal y el sentido de la vida: el primer amor, el nacimiento de un hijo, el primer baile, las sensaciones que un día bendijeron la existencia a través de pequeños instantes inolvidables: la tibieza de los rayos de sol sobre la piel, los pensamientos frente al mar, el silencio de la noche, la caricia en los oídos al escuchar nuestro nombre en labios de la persona amada, la emoción de los grandes acontecimientos… ¡tantas pequeñas efemérides que marcan la vida!
Luego, al despertar, durante todo un espacio de tiempo hasta que, de nuevo al acabar el día, la cabeza reposa en el suave regazo de la almohada, una serie interminable de pequeños y grandes quehaceres se adueñan de la gente para llenar el tiempo –a veces insuficiente- donde apenas hay momento de parar y pensar, porque el vértigo de una turbulencia de prisas, trabajo, esfuerzo, obligaciones y emprendimientos forma una hilera ineludible con la que hay que lidiar para tranquilizar la conciencia; por eso, a medida que se va envejeciendo, se anhela con mayor intensidad el parar, el sentarse a pensar, el meditar a solas y en silencio un ratito cada día, el quedarse con lo básico y descartar el envoltorio; el ir tirando lazos, cintas y celofanes para centrarse únicamente en el regalo de una vida que solo nos es prestada y es preciso devolver habiendo mejorado, en la medida que pueda cada uno, el entorno donde la encontramos.
Los sueños son fundamentales: el físico, repara el cuerpo y la mente y el onírico nos sumerge en lugares inexplorados, en fantasías o pesadillas de las que se puede aprender porque, citando a Shakespeare: “un hombre que no se alimenta de sus sueños envejece pronto”.
Mª Soledad Martín Turiño
Recuerdo el título de una preciosa novela de Yauci Manuel Fernández: “Cada día cuenta”, y muy a menudo hago mío el significado de esa frase, intentando aprovechar el momento presente sin esperar al futuro, que se resume en el “carpe diem” horaciano y nos conmina a exprimir las horas, a vivir el hoy y el ahora, porque el ayer ya pasó y nadie tiene cierto el mañana.
Por eso valoro cada comienzo del día, en ese momento en que la consciencia regresa, una vez que el sueño ha reparado el cuerpo cansado y campado a sus anchas por el subconsciente dejando escenas en forma de fantasías que, en ocasiones se disipan al despertar, mientras que, otras veces, nos torturan reviviendo lo soñado con un inexplicable realismo.
Qué grato sería tener sueños a la carta, con posibilidad de elegir la ilusión de ver de nuevo a aquella persona amada que nos dejó demasiado pronto; revivir el momento o los instantes felices, esos que, tomados en pequeñas dosis constituyen la sal y el sentido de la vida: el primer amor, el nacimiento de un hijo, el primer baile, las sensaciones que un día bendijeron la existencia a través de pequeños instantes inolvidables: la tibieza de los rayos de sol sobre la piel, los pensamientos frente al mar, el silencio de la noche, la caricia en los oídos al escuchar nuestro nombre en labios de la persona amada, la emoción de los grandes acontecimientos… ¡tantas pequeñas efemérides que marcan la vida!
Luego, al despertar, durante todo un espacio de tiempo hasta que, de nuevo al acabar el día, la cabeza reposa en el suave regazo de la almohada, una serie interminable de pequeños y grandes quehaceres se adueñan de la gente para llenar el tiempo –a veces insuficiente- donde apenas hay momento de parar y pensar, porque el vértigo de una turbulencia de prisas, trabajo, esfuerzo, obligaciones y emprendimientos forma una hilera ineludible con la que hay que lidiar para tranquilizar la conciencia; por eso, a medida que se va envejeciendo, se anhela con mayor intensidad el parar, el sentarse a pensar, el meditar a solas y en silencio un ratito cada día, el quedarse con lo básico y descartar el envoltorio; el ir tirando lazos, cintas y celofanes para centrarse únicamente en el regalo de una vida que solo nos es prestada y es preciso devolver habiendo mejorado, en la medida que pueda cada uno, el entorno donde la encontramos.
Los sueños son fundamentales: el físico, repara el cuerpo y la mente y el onírico nos sumerge en lugares inexplorados, en fantasías o pesadillas de las que se puede aprender porque, citando a Shakespeare: “un hombre que no se alimenta de sus sueños envejece pronto”.
Mª Soledad Martín Turiño





















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