HABLEMOS
¿Batalla “cultural”?
Carlos Domínguez
Dentro de la actual pugna entre libertad y totalitarismo, individualismo y socialismo, Occidente está obligado a evaluar con criterio realista las posibilidades de aquello que se conoce como “batalla cultural”, volcada en la defensa de principios esenciales, los cuales en la esfera política pasan por el Estado de derecho, la democracia parlamentaria y las libertades civiles, especialmente la propiedad privada.
Pese a lo loable de empeño y propósito, ambos en aras de la libertad, lo cierto es que se trata de una batalla perdida. No es la historia, tampoco cualquier racionalidad predeterminada según propalan los oficiantes de las mal llamadas ciencias sociales, en rigor marxismo camuflado, aquello que ha dado lugar en Occidente a la invasión y carcoma de nuestro sistema de convivencia. Al presente, lo que hace imposible el triunfo a modo de recuperación de nuestros valores más queridos es la realidad de un mundo global, cuyas estructuras dependen del número y la masa con arreglo a lo que venía llamándose socialismo, reducido hoy a amalgama gregaria buscando satisfacer necesidades y apetitos en virtud de un impulso animal, o bien “natural” en la acepción perversa que suele encerrar un adjetivo así.
Agendas y demás subproductos ideológicos que se han adueñado en el ámbito “cultural” de la mentalidad en otro tiempo crítica y racional de las sociedades libres, no dejan de ser más que filfa y engaño, teatrillo disfrazando la auténtica realidad, aquella de la necesidad poco menos que objetiva de gigantescos aparatos de control, capaces de “gestionar” y “administrar” las necesidades primarias: alimento, salud y bienestar de grandes grupos degradados de una condición humana a otra animal, como plebe dependiente en todo y para todo de una asistencia en manos de lo público, del Estado ejerciendo de poder omnímodo justificado por la prevalencia de lo comunal sobre lo individual. Tal es la verdad, la única realidad “cultural” que ya vivimos, dominada por burocracias dispuestas a señorear con ambición despótica todo aquello que hubo de razón y libertad, en un mundo que jamás volverá.
La cuestión, sin embargo, es: si las fórmulas clásicas del liberalismo y el Estado de derecho se hallan agotadas, incapaces de garantizar no ya la libertad, sino las vidas y haciendas de ciudadanos en manos de un poder omnímodo, revestido de liturgias democráticas completamente vacías, ¿no es imprescindible plantear la batalla en un terreno muy distinto al “cultural”, y que, como bien intuyeron los padres del liberalismo, en situaciones así es dirimente en último lugar? Mas, ya de puestos, pregunta sobre pregunta, ¿dentro de la actual sociedad gregaria, a merced de gigantescos aparatos burocráticos, sería posible y viable una batalla como ésa, decisiva por estrictamente “revolucionaria”?
Dentro de la actual pugna entre libertad y totalitarismo, individualismo y socialismo, Occidente está obligado a evaluar con criterio realista las posibilidades de aquello que se conoce como “batalla cultural”, volcada en la defensa de principios esenciales, los cuales en la esfera política pasan por el Estado de derecho, la democracia parlamentaria y las libertades civiles, especialmente la propiedad privada.
Pese a lo loable de empeño y propósito, ambos en aras de la libertad, lo cierto es que se trata de una batalla perdida. No es la historia, tampoco cualquier racionalidad predeterminada según propalan los oficiantes de las mal llamadas ciencias sociales, en rigor marxismo camuflado, aquello que ha dado lugar en Occidente a la invasión y carcoma de nuestro sistema de convivencia. Al presente, lo que hace imposible el triunfo a modo de recuperación de nuestros valores más queridos es la realidad de un mundo global, cuyas estructuras dependen del número y la masa con arreglo a lo que venía llamándose socialismo, reducido hoy a amalgama gregaria buscando satisfacer necesidades y apetitos en virtud de un impulso animal, o bien “natural” en la acepción perversa que suele encerrar un adjetivo así.
Agendas y demás subproductos ideológicos que se han adueñado en el ámbito “cultural” de la mentalidad en otro tiempo crítica y racional de las sociedades libres, no dejan de ser más que filfa y engaño, teatrillo disfrazando la auténtica realidad, aquella de la necesidad poco menos que objetiva de gigantescos aparatos de control, capaces de “gestionar” y “administrar” las necesidades primarias: alimento, salud y bienestar de grandes grupos degradados de una condición humana a otra animal, como plebe dependiente en todo y para todo de una asistencia en manos de lo público, del Estado ejerciendo de poder omnímodo justificado por la prevalencia de lo comunal sobre lo individual. Tal es la verdad, la única realidad “cultural” que ya vivimos, dominada por burocracias dispuestas a señorear con ambición despótica todo aquello que hubo de razón y libertad, en un mundo que jamás volverá.
La cuestión, sin embargo, es: si las fórmulas clásicas del liberalismo y el Estado de derecho se hallan agotadas, incapaces de garantizar no ya la libertad, sino las vidas y haciendas de ciudadanos en manos de un poder omnímodo, revestido de liturgias democráticas completamente vacías, ¿no es imprescindible plantear la batalla en un terreno muy distinto al “cultural”, y que, como bien intuyeron los padres del liberalismo, en situaciones así es dirimente en último lugar? Mas, ya de puestos, pregunta sobre pregunta, ¿dentro de la actual sociedad gregaria, a merced de gigantescos aparatos burocráticos, sería posible y viable una batalla como ésa, decisiva por estrictamente “revolucionaria”?




















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