OBITUARIO
Las buenas personas lloran a Jacinto Raigada Ramos
No conocía Jacinto Raigada Ramos, fallecido anoche, cuando regresaba de cenar con su familia y amigos, en una puta carretera que debería ser, desde hace mucho tiempo, autovía. Le quitó la vida un motero que pasaba por allí. Ignoro a qué velocidad circulaba. No es mi cometido buscar al reo de esta desgraciada muerte.
Aunque no tratase a Jacinto, teníamos, tengo, amigos comunes, y su hermana Maite es mi dentista y su marido, un gran letrado y excelente persona, hijo de un gran amigo de mi padre. Además, admiré a su progenitor, un extraordinario empresario, un pionero en esta Zamora pacata y cobardica, donde invertir siempre fue llorar, como escribir en Madrid en los albores del siglo XIX.
Jacinto no necesito de la muerte para merecer el cariño, el afecto, el halago de los zamoranos que lo trataron. He conocido canallas, gente que engañó, traicionó y se burló de personas, loados cuando fallecieron, definidos como grandísimas personas, casi ángeles encarnados. Y lo mejor que todo ser humano puede heredar de la vida es morir amado, saberlo; irte con la satisfacción de dejar memoria de una vida ejemplar entre las buenas personas y, si es posible, odiado por los malos.
La familia Raigada triunfó en los negocios, pero la salud le fue esquiva. Desde su patriarca, Jacinto, a todos sus hijos y esposa, las parcas vinieron muy temprano a buscarlos. Se los robaron a sus amigos, a tanta gente que los apreciaba y quería. Ahora, solo nos queda Maite, a la que el destino guarde muchos años, porque todavía es joven y hermosa, y tiene un marido e hijos que la necesitan.
Hoy, en este domingo tórrido de julio, Zamora se conmovió con esta diabólica noticia. En esta ciudad pretérita, donde la envidia se quedó a vivir, personas como Jacinto Raigada Ramos se fueron a otra dimensión entre el aprecio, la estima, el respeto y el amor de las buenas personas de esta ciudad, donde mejor se entierra a los muertos.
Y una sutileza: He aprendido, mi experiencia vital, empírico, que en este camino que es la vida los buenos caminan con la gente bondadosa, mientras los malandrines se unen con el pegamento de la envida, la felonía y el mal en estado puro. Y si Jacinto formó parte del mundo del bien, sus amigos, tambièn. Lo siento.
Eugenio-Jesús de Ávila
No conocía Jacinto Raigada Ramos, fallecido anoche, cuando regresaba de cenar con su familia y amigos, en una puta carretera que debería ser, desde hace mucho tiempo, autovía. Le quitó la vida un motero que pasaba por allí. Ignoro a qué velocidad circulaba. No es mi cometido buscar al reo de esta desgraciada muerte.
Aunque no tratase a Jacinto, teníamos, tengo, amigos comunes, y su hermana Maite es mi dentista y su marido, un gran letrado y excelente persona, hijo de un gran amigo de mi padre. Además, admiré a su progenitor, un extraordinario empresario, un pionero en esta Zamora pacata y cobardica, donde invertir siempre fue llorar, como escribir en Madrid en los albores del siglo XIX.
Jacinto no necesito de la muerte para merecer el cariño, el afecto, el halago de los zamoranos que lo trataron. He conocido canallas, gente que engañó, traicionó y se burló de personas, loados cuando fallecieron, definidos como grandísimas personas, casi ángeles encarnados. Y lo mejor que todo ser humano puede heredar de la vida es morir amado, saberlo; irte con la satisfacción de dejar memoria de una vida ejemplar entre las buenas personas y, si es posible, odiado por los malos.
La familia Raigada triunfó en los negocios, pero la salud le fue esquiva. Desde su patriarca, Jacinto, a todos sus hijos y esposa, las parcas vinieron muy temprano a buscarlos. Se los robaron a sus amigos, a tanta gente que los apreciaba y quería. Ahora, solo nos queda Maite, a la que el destino guarde muchos años, porque todavía es joven y hermosa, y tiene un marido e hijos que la necesitan.
Hoy, en este domingo tórrido de julio, Zamora se conmovió con esta diabólica noticia. En esta ciudad pretérita, donde la envidia se quedó a vivir, personas como Jacinto Raigada Ramos se fueron a otra dimensión entre el aprecio, la estima, el respeto y el amor de las buenas personas de esta ciudad, donde mejor se entierra a los muertos.
Y una sutileza: He aprendido, mi experiencia vital, empírico, que en este camino que es la vida los buenos caminan con la gente bondadosa, mientras los malandrines se unen con el pegamento de la envida, la felonía y el mal en estado puro. Y si Jacinto formó parte del mundo del bien, sus amigos, tambièn. Lo siento.
Eugenio-Jesús de Ávila





















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