HABLEMOS
Noticia menor
Carlos Domínguez
Fue un día de estos cuando, en medio de la barahúnda mediática, se deslizó a modo de anécdota y simple aparte una noticia perturbadora, relativa a las lesiones quizá irreversibles sufridas por una pobre niña, inocente criatura apenas iniciada en la siempre ingrata senda del vivir. Daños, se dijo también de pasada, consecuencia de un posible maltrato o, querríamos creer, acto irreflexivo bien de sus padres o de quienes la tenían a su cuidado.
Son tiempos en que la autentica humanidad, nada distinto al dolor causado por la desgracia y sufrimiento ajenos, especialmente si la víctima viene adornada por el manto de la inocencia, se halla desvirtuada por una solidaridad abstracta, instrumentada hipócritamente por el poder gracias a colosales burocracias, repartiendo ayudas, subvenciones y prebendas en función de intereses personales, clientelares o de partido. Es por eso que, aun en la lejanía, produce hondo desconsuelo lo ocurrido a esa pobre niña, privada acaso ya en la más tierna edad de sus dos bienes más preciados: la posibilidad de una vida plena, junto a la dicha de una infancia y un amor que para ella jamás volverán, debido siquiera al lacerante peso de la culpa.
Es inevitable preguntarnos qué ocurre en esta sociedad de mucho progresismo y bienestar, con sus infinitos derechos y causas, con sus ingenierías sociales y sexuales, para que, dentro de una institución milenaria como la familia, verdadero amparo para todos a lo largo de la vida y particularmente de la infancia, se produzca un infortunio así, respecto al cual carece de sentido indagar el cómo, el por qué, la causa, el quién o incluso la culpa. Lo único que nos queda desde el puro acto de fe es confiar en la bondad de la naturaleza y la ciencia, acompañando una sencilla oración como expresión de piedad hacia la infeliz criatura, que acaso por un instante nos redima de un soberbio y, probablemente, errado agnosticismo. En esta columna no ha mucho con ocasión de nuestra Semana Santa, que lo es de pasión, hablamos del Scheler que descubría en el otro el mayor reto del saber humano, a partir de una vivencia espiritual que conlleva la aceptación de la persona en forma de amor, simpatía y compasión hacia su condición doliente. En una época egoísta y descreída bajo la impostura de lo social, nunca está de más recordarlo.
Fue un día de estos cuando, en medio de la barahúnda mediática, se deslizó a modo de anécdota y simple aparte una noticia perturbadora, relativa a las lesiones quizá irreversibles sufridas por una pobre niña, inocente criatura apenas iniciada en la siempre ingrata senda del vivir. Daños, se dijo también de pasada, consecuencia de un posible maltrato o, querríamos creer, acto irreflexivo bien de sus padres o de quienes la tenían a su cuidado.
Son tiempos en que la autentica humanidad, nada distinto al dolor causado por la desgracia y sufrimiento ajenos, especialmente si la víctima viene adornada por el manto de la inocencia, se halla desvirtuada por una solidaridad abstracta, instrumentada hipócritamente por el poder gracias a colosales burocracias, repartiendo ayudas, subvenciones y prebendas en función de intereses personales, clientelares o de partido. Es por eso que, aun en la lejanía, produce hondo desconsuelo lo ocurrido a esa pobre niña, privada acaso ya en la más tierna edad de sus dos bienes más preciados: la posibilidad de una vida plena, junto a la dicha de una infancia y un amor que para ella jamás volverán, debido siquiera al lacerante peso de la culpa.
Es inevitable preguntarnos qué ocurre en esta sociedad de mucho progresismo y bienestar, con sus infinitos derechos y causas, con sus ingenierías sociales y sexuales, para que, dentro de una institución milenaria como la familia, verdadero amparo para todos a lo largo de la vida y particularmente de la infancia, se produzca un infortunio así, respecto al cual carece de sentido indagar el cómo, el por qué, la causa, el quién o incluso la culpa. Lo único que nos queda desde el puro acto de fe es confiar en la bondad de la naturaleza y la ciencia, acompañando una sencilla oración como expresión de piedad hacia la infeliz criatura, que acaso por un instante nos redima de un soberbio y, probablemente, errado agnosticismo. En esta columna no ha mucho con ocasión de nuestra Semana Santa, que lo es de pasión, hablamos del Scheler que descubría en el otro el mayor reto del saber humano, a partir de una vivencia espiritual que conlleva la aceptación de la persona en forma de amor, simpatía y compasión hacia su condición doliente. En una época egoísta y descreída bajo la impostura de lo social, nunca está de más recordarlo.

















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