ZAMORA
Una generación que se extingue
Se nos va muriendo la generación de nuestros padres, los abuelos de nuestros hijos, aquellos que tanto velaron por darnos desde la infancia unos principios, una ética y una forma de ser basada en el respeto, la educación y las buenas maneras.
Vivimos desde la cuna aprendiendo de ellos; muchos de nosotros observábamos su vida en aquellos pueblos pequeños que constituían todo nuestro mundo. La mayoría de los padres trabajaba en el campo; otros eran pastores o tenían un rebaño de vacas en sus corrales que por la tarde ordeñaban y los vecinos les comprábamos la leche para el consumo doméstico. Además, sacaban a la carretera unas tinas enormes llenas de leche que los camiones recogían a diario para llevarlas a las fábricas donde las esterilizaban, pasteurizaban y usaban para fabricar productos lácteos: yogures, quesos etc. antes de llevarlos para su venta a los supermercados.
Tanto los agricultores, como los ganaderos de mi pueblo eran hombres recios, curtidos por el sol, que solían juntarse después de comer un rato en el café a echar la partida antes de volver a sus obligaciones. Vivieron en el pueblo hasta que muchos, debido a su avanzada edad, o a que los hijos residían en la capital, se instalaron en Zamora donde disponían de mayores comodidades. Allí solían juntarse todos los vecinos que se conocían de los lugares aledaños; y la capital se ha convertido en un enorme pueblo que recoge a los vecinos de los lugares más pequeños que iban a confluir allí.
Las madres jugaron un papel muy importante en nuestra educación ya que, puede decirse que eran ellas quienes se ocupaban de los hijos, las tareas domésticas, los animales del corral y, algunas también ayudaban en el campo. Ahora muchos habitan en Residencias para Mayores, unos enfermos, otros en la soledad de las cuatro paredes de un lugar que intentan hacer propio y, de vez en cuando, como si de un goteo perverso se tratara, nos enteramos de que el padre o la madre de uno de nosotros ha fallecido.
Se nos van los padres, perdemos por días a aquella generación que los que vivimos en un pueblo conocíamos con nombre y apellidos, nos criamos con ellos, reímos con sus anécdotas y aprendimos de su ejemplo. Nos están dejando huérfanos de protección, privados ya de su presencia. Hoy me han comunicado el fallecimiento de otro vecino y amigo y, aunque dicen eso de que “es ley de vida” y pese a que muchos de ellos frisan o sobrepasan incluso los noventa años, no es consuelo para quienes les hemos conocido porque marcaron la senda que ahora nosotros hemos de cuidar como legado para nuestros hijos, tomando el testigo de sus manos, porque nosotros somos la siguiente generación para cuando todos ellos falten.
Mª Soledad Martín Turiño
Se nos va muriendo la generación de nuestros padres, los abuelos de nuestros hijos, aquellos que tanto velaron por darnos desde la infancia unos principios, una ética y una forma de ser basada en el respeto, la educación y las buenas maneras.
Vivimos desde la cuna aprendiendo de ellos; muchos de nosotros observábamos su vida en aquellos pueblos pequeños que constituían todo nuestro mundo. La mayoría de los padres trabajaba en el campo; otros eran pastores o tenían un rebaño de vacas en sus corrales que por la tarde ordeñaban y los vecinos les comprábamos la leche para el consumo doméstico. Además, sacaban a la carretera unas tinas enormes llenas de leche que los camiones recogían a diario para llevarlas a las fábricas donde las esterilizaban, pasteurizaban y usaban para fabricar productos lácteos: yogures, quesos etc. antes de llevarlos para su venta a los supermercados.
Tanto los agricultores, como los ganaderos de mi pueblo eran hombres recios, curtidos por el sol, que solían juntarse después de comer un rato en el café a echar la partida antes de volver a sus obligaciones. Vivieron en el pueblo hasta que muchos, debido a su avanzada edad, o a que los hijos residían en la capital, se instalaron en Zamora donde disponían de mayores comodidades. Allí solían juntarse todos los vecinos que se conocían de los lugares aledaños; y la capital se ha convertido en un enorme pueblo que recoge a los vecinos de los lugares más pequeños que iban a confluir allí.
Las madres jugaron un papel muy importante en nuestra educación ya que, puede decirse que eran ellas quienes se ocupaban de los hijos, las tareas domésticas, los animales del corral y, algunas también ayudaban en el campo. Ahora muchos habitan en Residencias para Mayores, unos enfermos, otros en la soledad de las cuatro paredes de un lugar que intentan hacer propio y, de vez en cuando, como si de un goteo perverso se tratara, nos enteramos de que el padre o la madre de uno de nosotros ha fallecido.
Se nos van los padres, perdemos por días a aquella generación que los que vivimos en un pueblo conocíamos con nombre y apellidos, nos criamos con ellos, reímos con sus anécdotas y aprendimos de su ejemplo. Nos están dejando huérfanos de protección, privados ya de su presencia. Hoy me han comunicado el fallecimiento de otro vecino y amigo y, aunque dicen eso de que “es ley de vida” y pese a que muchos de ellos frisan o sobrepasan incluso los noventa años, no es consuelo para quienes les hemos conocido porque marcaron la senda que ahora nosotros hemos de cuidar como legado para nuestros hijos, tomando el testigo de sus manos, porque nosotros somos la siguiente generación para cuando todos ellos falten.
Mª Soledad Martín Turiño
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