HABLEMOS
Incompatibilidad de los sindicatos con la función pública
Carlos Domínguez
La democracia es sinónimo de igualdad jurídica y libertades civiles. Con arreglo a ese concepto materializado en leyes positivas, ocupa un lugar especial el principio de que la función y el servicio público responden a una neutralidad exquisita, sin que tengan cabida dentro del Estado, como sucedía en el Antiguo Régimen, facciones, cuerpos, estamentos enquistados con la única aspiración de hacer valer sus intereses en forma de privilegios abusivos.
La socialdemocracia, gran vicario del totalitarismo comunista gracias a los complejos de un liberalismo cobarde, también de una democracia cristiana que tuvo mucho que callar habida cuenta de su pasividad ante el Holocausto judío, impuso en Occidente y sus adulteradas democracias la fórmula neoestamental del sindicalismo en el mal llamado sector público, donde grupos privados con una ideología, militancia e intereses declarados, se aprovechan con descaro de una situación de ventaja para disfrutar de horas, liberadurías y prebendas varias. Mas fundamentalmente para pervertir el ejercicio de la función pública, socavando su necesaria objetividad y neutralidad.
El sindicalismo, legítimo derecho individual pero nunca administrativo ni público estatal, tiene cabida dentro del más amplio de libertad de reunión y asociación. De hecho, salvo en el mundo anglosajón, su incorporación por la puerta de atrás a las estructuras del Estado fue invento de regímenes autoritarios, desde el interés por controlar sus aparatos. La estrategia acabó siendo reproducida con éxito durante la posguerra, por una socialdemocracia de clara vocación liberticida. En realidad, el único espacio legítimo para el sindicalismo es la esfera privada de las relaciones laborales, medidas en pie de igualdad por un acuerdo contractual entre patrono y empleado. Cuando un funcionario público reivindica salarios o condiciones de trabajo a la Administración, no confronta con un mero empleador o sujeto particular, sino con los ciudadanos a quien dicha Administración representa. Tal posicionamiento, que lo es por tanto contra toda la ciudadanía, deslegitima cualquier iniciativa sindical por corporativa, incluyendo aquí un inaceptable derecho de huelga. Si un funcionario o empleado público no está de acuerdo con la Administración con la que mantiene una relación de cualquier modo privilegiada, lo único que legítimamente tiene en su mano es dejar el servicio, haciendo uso de la figura de la excedencia, que a diferencia del resto le permite retornar cómodamente, siempre a voluntad y conveniencia, al servicio activo. ¡A que no!
De ahí la anomalía consistente en que facciones del signo y siglas que fuere aprovechen las instituciones para hacer valer intereses sectoriales cuando no personales, así como para financiar con fondos públicos actividades asociativas estrictamente privadas.
La democracia es sinónimo de igualdad jurídica y libertades civiles. Con arreglo a ese concepto materializado en leyes positivas, ocupa un lugar especial el principio de que la función y el servicio público responden a una neutralidad exquisita, sin que tengan cabida dentro del Estado, como sucedía en el Antiguo Régimen, facciones, cuerpos, estamentos enquistados con la única aspiración de hacer valer sus intereses en forma de privilegios abusivos.
La socialdemocracia, gran vicario del totalitarismo comunista gracias a los complejos de un liberalismo cobarde, también de una democracia cristiana que tuvo mucho que callar habida cuenta de su pasividad ante el Holocausto judío, impuso en Occidente y sus adulteradas democracias la fórmula neoestamental del sindicalismo en el mal llamado sector público, donde grupos privados con una ideología, militancia e intereses declarados, se aprovechan con descaro de una situación de ventaja para disfrutar de horas, liberadurías y prebendas varias. Mas fundamentalmente para pervertir el ejercicio de la función pública, socavando su necesaria objetividad y neutralidad.
El sindicalismo, legítimo derecho individual pero nunca administrativo ni público estatal, tiene cabida dentro del más amplio de libertad de reunión y asociación. De hecho, salvo en el mundo anglosajón, su incorporación por la puerta de atrás a las estructuras del Estado fue invento de regímenes autoritarios, desde el interés por controlar sus aparatos. La estrategia acabó siendo reproducida con éxito durante la posguerra, por una socialdemocracia de clara vocación liberticida. En realidad, el único espacio legítimo para el sindicalismo es la esfera privada de las relaciones laborales, medidas en pie de igualdad por un acuerdo contractual entre patrono y empleado. Cuando un funcionario público reivindica salarios o condiciones de trabajo a la Administración, no confronta con un mero empleador o sujeto particular, sino con los ciudadanos a quien dicha Administración representa. Tal posicionamiento, que lo es por tanto contra toda la ciudadanía, deslegitima cualquier iniciativa sindical por corporativa, incluyendo aquí un inaceptable derecho de huelga. Si un funcionario o empleado público no está de acuerdo con la Administración con la que mantiene una relación de cualquier modo privilegiada, lo único que legítimamente tiene en su mano es dejar el servicio, haciendo uso de la figura de la excedencia, que a diferencia del resto le permite retornar cómodamente, siempre a voluntad y conveniencia, al servicio activo. ¡A que no!
De ahí la anomalía consistente en que facciones del signo y siglas que fuere aprovechen las instituciones para hacer valer intereses sectoriales cuando no personales, así como para financiar con fondos públicos actividades asociativas estrictamente privadas.
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