HABLEMOS
Patinazo judicial, error político
Carlos Domínguez
Alardeando el PP de primera fuerza de la oposición, se hace difícil entender cómo el gestor Feijóo, gallego él y elevado poco menos que en loor de santidad al liderazgo de su partido, cayó en la trampa de avenirse a negociar la renovación, un decir, del CGPJ, fuera de la errata BOE solapada que hizo historia en aquella época de felipismo y corrupción, desde la bula absoluta del PSOE del clan de la tortilla, celebrado ahora con el dúo Sánchez/González para bochorno de propios y extraños. El poder judicial, yendo aun como metáfora al período más funesto de nuestra reciente historia, lleva décadas ejerciendo sin que el PP con sus mayorías, igual que la Europa hipócrita, movieran un dedo para corregir la penosa situación de uno de los pilares de nuestro Estado de derecho.
El poder judicial, incluso mediando el noble de toga Montesquieu, no fue jamás otra cosa que instancia sujeta al poder político, ejecutivo o ministerial en expresión de J. Locke, padre espiritual de la división de poderes y la doctrina liberal. A diferencia de una derecha conservadora por aquí frecuentemente desnortada, la izquierda hace tiempo intuyó que lo judicial es filfa, y que bien puede quedar reducido a candelero de una élite funcionarial, cuyo estatus dependería de los servicios prestados al poder sin adjetivo, es decir, político con arreglo a un mayor o menor marchamo democrático.
De ahí el error, al margen de consideraciones sobre la posibilidad de que el poder judicial sea en verdad independiente, de entrar en negociaciones sobre nombres o siglas, cuando lo que está en juego es algo distinto. La Constitución del 78, hoy papel mojado después del recorrido felipista/sanchista, puede decir lo que quiera acerca del número, un más o un menos, respecto a la composición del CGPJ. Aun desde la inevitable prevalencia de lo político, de lo que se trata es de los jueces sin más. Como estricto poder del Estado, la judicatura debe regirse por severos criterios profesionales y meritocráticos, en lo que respecta a titularidad y formación de sus órganos, hasta llegar a la cima de nuestro único Alto Tribunal, no otro que el Supremo por encima del hoy cuestionado Tribunal Constitucional.
Pero ello significa renunciar a cuotas y porcentajes, un más o menos de vocales o miembros etiquetados, asumiendo la necesidad de que el mal llamado tercer poder deje de estar vinculado a asociaciones con posicionamientos lejanos del escueto ius dicere, y judicantes que, dado rótulo y adscripción, se muestran a veces demasiado afines a ciertos partidos o causas, en lugar de estar al servicio del ciudadano en el esforzado día a día de salas y tribunales.
Alardeando el PP de primera fuerza de la oposición, se hace difícil entender cómo el gestor Feijóo, gallego él y elevado poco menos que en loor de santidad al liderazgo de su partido, cayó en la trampa de avenirse a negociar la renovación, un decir, del CGPJ, fuera de la errata BOE solapada que hizo historia en aquella época de felipismo y corrupción, desde la bula absoluta del PSOE del clan de la tortilla, celebrado ahora con el dúo Sánchez/González para bochorno de propios y extraños. El poder judicial, yendo aun como metáfora al período más funesto de nuestra reciente historia, lleva décadas ejerciendo sin que el PP con sus mayorías, igual que la Europa hipócrita, movieran un dedo para corregir la penosa situación de uno de los pilares de nuestro Estado de derecho.
El poder judicial, incluso mediando el noble de toga Montesquieu, no fue jamás otra cosa que instancia sujeta al poder político, ejecutivo o ministerial en expresión de J. Locke, padre espiritual de la división de poderes y la doctrina liberal. A diferencia de una derecha conservadora por aquí frecuentemente desnortada, la izquierda hace tiempo intuyó que lo judicial es filfa, y que bien puede quedar reducido a candelero de una élite funcionarial, cuyo estatus dependería de los servicios prestados al poder sin adjetivo, es decir, político con arreglo a un mayor o menor marchamo democrático.
De ahí el error, al margen de consideraciones sobre la posibilidad de que el poder judicial sea en verdad independiente, de entrar en negociaciones sobre nombres o siglas, cuando lo que está en juego es algo distinto. La Constitución del 78, hoy papel mojado después del recorrido felipista/sanchista, puede decir lo que quiera acerca del número, un más o un menos, respecto a la composición del CGPJ. Aun desde la inevitable prevalencia de lo político, de lo que se trata es de los jueces sin más. Como estricto poder del Estado, la judicatura debe regirse por severos criterios profesionales y meritocráticos, en lo que respecta a titularidad y formación de sus órganos, hasta llegar a la cima de nuestro único Alto Tribunal, no otro que el Supremo por encima del hoy cuestionado Tribunal Constitucional.
Pero ello significa renunciar a cuotas y porcentajes, un más o menos de vocales o miembros etiquetados, asumiendo la necesidad de que el mal llamado tercer poder deje de estar vinculado a asociaciones con posicionamientos lejanos del escueto ius dicere, y judicantes que, dado rótulo y adscripción, se muestran a veces demasiado afines a ciertos partidos o causas, en lugar de estar al servicio del ciudadano en el esforzado día a día de salas y tribunales.



















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