ZAMORANA
Él y ella: una historia real
Me dicen que la pena se lo llevó a esa parte oscura de donde nunca se retorna. Me dicen que él tenía clara su partida y estaba resignado, porque creía que su vida había merecido la pena.
Se casó con una mujer a quien conocía desde niño porque los dos se habían criado en el mismo pueblo. Vivieron juntos toda una vida, ayudándose en el duro trabajo de una aldea agro-ganadera como la suya. Él pasaba el día en el campo, en aquella época en que el hombre y sus manos eran la única maquinaria disponible; un esfuerzo ímprobo para ganarse el pan que, a veces, incluso menudeaba en la mesa. Ella criaba hijos, un total de cuatro, más uno a quien Dios le demandó nada más nacer. Atendía la casa, iba a por agua al río, ordeñaba la cabrita cada tarde y se ocupaba de los animales domésticos: una docena de gallinas ponedoras, unos cuantos conejos y el cerdo de cría, de cuya matanza vivían todo el año.
Ella dejó pronto este mundo, tal vez fuera que no estaba preparada para tanto esfuerzo; era menuda, callada y demostraba una resistencia que no tenía. Apenas salía de casa si no era para ir a misa cada domingo, no se le conocían amigas ni nadie que compartiera su tiempo, sus alegrías o sus penas que, invariablemente, se guardaba para sí. Aquella mujer silenciosa era, sin embargo, el alma de la casa; se diría que su presencia casi etérea, estaba presente en las necesidades de esposo e hijos; todo en perfecto orden, todos atendidos.
Cuando, al cabo de unos años, empezó a mostrar signos preocupantes de debilidad, imparable delgadez y un agotamiento extremo, le diagnosticaron un linfoma que segó su vida en cuestión de meses; tampoco requirió demasiada atención en eso… y se fue una tarde de otoño, cuando las hojas se descolgaban de los árboles para mullir la que sería su última morada.
El padre y los hijos perdieron el norte, la brújula que siempre les había guiado en silencio, pero el dolor no mata y la vida continuó. Los hijos, ya mayores, ayudaban al padre en las tareas del campo y la única chica ocupó el puesto de la madre en las tareas domésticas. Así continúo la vida de todos hasta que, poco a poco, el padre se fue haciendo mayor, y los hijos se marcharon para formar sus propias familias. Únicamente la hija se quedó en la vieja casa, sacrificando su futuro para cuidar del padre; aunque no le costaba trabajo, ya que su carácter era muy parecido al de su difunta madre: callado, resignado, introvertido. Padre e hija vivían en un remanso de paz en el que ambos estaban satisfechos. A veces cruzaban sus miradas y, en silencio, esbozaban una sonrisa cómplice.
Una mañana, la chica comprobó que su padre no se levantaba de la cama. Acudió a la habitación y le vio dormido, sereno, con la cabeza contemplando la vieja fotografía, ya deslucida por el tiempo, de una pareja de novios vestidos de negro, que miraban a la cámara asustados por un porvenir incierto.
Mª Soledad Martín Turiño
Me dicen que la pena se lo llevó a esa parte oscura de donde nunca se retorna. Me dicen que él tenía clara su partida y estaba resignado, porque creía que su vida había merecido la pena.
Se casó con una mujer a quien conocía desde niño porque los dos se habían criado en el mismo pueblo. Vivieron juntos toda una vida, ayudándose en el duro trabajo de una aldea agro-ganadera como la suya. Él pasaba el día en el campo, en aquella época en que el hombre y sus manos eran la única maquinaria disponible; un esfuerzo ímprobo para ganarse el pan que, a veces, incluso menudeaba en la mesa. Ella criaba hijos, un total de cuatro, más uno a quien Dios le demandó nada más nacer. Atendía la casa, iba a por agua al río, ordeñaba la cabrita cada tarde y se ocupaba de los animales domésticos: una docena de gallinas ponedoras, unos cuantos conejos y el cerdo de cría, de cuya matanza vivían todo el año.
Ella dejó pronto este mundo, tal vez fuera que no estaba preparada para tanto esfuerzo; era menuda, callada y demostraba una resistencia que no tenía. Apenas salía de casa si no era para ir a misa cada domingo, no se le conocían amigas ni nadie que compartiera su tiempo, sus alegrías o sus penas que, invariablemente, se guardaba para sí. Aquella mujer silenciosa era, sin embargo, el alma de la casa; se diría que su presencia casi etérea, estaba presente en las necesidades de esposo e hijos; todo en perfecto orden, todos atendidos.
Cuando, al cabo de unos años, empezó a mostrar signos preocupantes de debilidad, imparable delgadez y un agotamiento extremo, le diagnosticaron un linfoma que segó su vida en cuestión de meses; tampoco requirió demasiada atención en eso… y se fue una tarde de otoño, cuando las hojas se descolgaban de los árboles para mullir la que sería su última morada.
El padre y los hijos perdieron el norte, la brújula que siempre les había guiado en silencio, pero el dolor no mata y la vida continuó. Los hijos, ya mayores, ayudaban al padre en las tareas del campo y la única chica ocupó el puesto de la madre en las tareas domésticas. Así continúo la vida de todos hasta que, poco a poco, el padre se fue haciendo mayor, y los hijos se marcharon para formar sus propias familias. Únicamente la hija se quedó en la vieja casa, sacrificando su futuro para cuidar del padre; aunque no le costaba trabajo, ya que su carácter era muy parecido al de su difunta madre: callado, resignado, introvertido. Padre e hija vivían en un remanso de paz en el que ambos estaban satisfechos. A veces cruzaban sus miradas y, en silencio, esbozaban una sonrisa cómplice.
Una mañana, la chica comprobó que su padre no se levantaba de la cama. Acudió a la habitación y le vio dormido, sereno, con la cabeza contemplando la vieja fotografía, ya deslucida por el tiempo, de una pareja de novios vestidos de negro, que miraban a la cámara asustados por un porvenir incierto.
Mª Soledad Martín Turiño



















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