HABLEMOS
Pasar el rato
Carlos Domínguez
A la hora de dar cuenta de una prosaica realidad, no es infrecuente que la efeméride nos alegre el vivir diario. Le ocurrirá a cualquiera que, matando el tiempo de un jubileo ingrato pese al error y espejismo general, tropiece con algún episodio nimio pero revelador de la condición humana. Hablando en esta ciudad de matar un tiempo que para muchos carece ya de horizonte, bien puede suceder que irrumpa frente a alguna terraza un joven matrimonio, ¡bendita familia!, con su sillita y una criatura a bordo, pequeña de no más de dos años lanzando una mirada fugaz, propia del niño que se asoma al mundo desde una actitud a medio camino entre la curiosidad y la indiferencia. Mirada evocadora de ese ser inteligente que llevamos dentro, aun con infinitas máculas que no son de la infancia, sino de una madurez supuestamente racional.
A lo que voy. La estampa de la chiquilla pasando descreída ante el pedazo de un mundo que habrá de descubrir, ¡y a no tardar le aguarda la empresa!, pudo llenar todo un rato, toda una mañana al capricho si no abulia del cotidiano discurrir. Mas he ahí que, al cabo de unos minutos, apareció un matrimonio cincuentón, paseando correa que no silla en mano una perrita, una cosa, una bestezuela aparentemente aseada y pulcra, que para sorpresa ya de nadie, menos aún de la autoridad, hizo lo que la naturaleza prescribe siguiendo el instinto animal. La caniche de marras soltó orines, dejando huella a apenas tres metros de los ciudadanos que disfrutaban de su mañana apacible y soleada. La guarrería no merece comentario, pero sí el contraste entre lo uno y lo otro, entre la esperanzadora imagen del matrimonio y su pequeña, y aquella otra de quienes, a la rastra de su animalillo meón que no a la inversa, mostraban la decrepitud, la profunda decadencia de una sociedad desnaturalizada, haciendo dejación de aquello que pertenece a la verdadera entraña de lo humano.
Al menos por número, hoy la perrita vale más que una chiquilla, si es que ésta tiene la suerte de nacer escapando a la mayor ignominia de nuestro tiempo, camuflada bajo eufemismos indignos como los de “planificación familiar” o “interrupción del embarazo”. Nuestra sociedad disfruta de un cómodo y a lo que parece inagotable Bienestar, fiándolo todo al Estado y sus burocracias, protegiendo la animalidad y otorgando a la bestia más derechos incluso que al hombre, devaluado a la condición de objeto, de súbdito sometido al diktat de lo público y social, bajo el perverso paraguas de su tutela. Ya se sabe, viejos de residencia y pensión cuando no de mascota sucia, mientras a nuestros jóvenes se les niega en la flor de la vida trabajo, hogar y familia, igual que al nasciturus el inalienable derecho de vivir. Futuro aciago el de una infancia ausente y una juventud expoliada, como proyecto de las nuevas y más abyectas formas de Socialismo y Comunismo, desvirtuando la esencia de la libertad, pero asimismo aquella de lo propiamente humano.
A la hora de dar cuenta de una prosaica realidad, no es infrecuente que la efeméride nos alegre el vivir diario. Le ocurrirá a cualquiera que, matando el tiempo de un jubileo ingrato pese al error y espejismo general, tropiece con algún episodio nimio pero revelador de la condición humana. Hablando en esta ciudad de matar un tiempo que para muchos carece ya de horizonte, bien puede suceder que irrumpa frente a alguna terraza un joven matrimonio, ¡bendita familia!, con su sillita y una criatura a bordo, pequeña de no más de dos años lanzando una mirada fugaz, propia del niño que se asoma al mundo desde una actitud a medio camino entre la curiosidad y la indiferencia. Mirada evocadora de ese ser inteligente que llevamos dentro, aun con infinitas máculas que no son de la infancia, sino de una madurez supuestamente racional.
A lo que voy. La estampa de la chiquilla pasando descreída ante el pedazo de un mundo que habrá de descubrir, ¡y a no tardar le aguarda la empresa!, pudo llenar todo un rato, toda una mañana al capricho si no abulia del cotidiano discurrir. Mas he ahí que, al cabo de unos minutos, apareció un matrimonio cincuentón, paseando correa que no silla en mano una perrita, una cosa, una bestezuela aparentemente aseada y pulcra, que para sorpresa ya de nadie, menos aún de la autoridad, hizo lo que la naturaleza prescribe siguiendo el instinto animal. La caniche de marras soltó orines, dejando huella a apenas tres metros de los ciudadanos que disfrutaban de su mañana apacible y soleada. La guarrería no merece comentario, pero sí el contraste entre lo uno y lo otro, entre la esperanzadora imagen del matrimonio y su pequeña, y aquella otra de quienes, a la rastra de su animalillo meón que no a la inversa, mostraban la decrepitud, la profunda decadencia de una sociedad desnaturalizada, haciendo dejación de aquello que pertenece a la verdadera entraña de lo humano.
Al menos por número, hoy la perrita vale más que una chiquilla, si es que ésta tiene la suerte de nacer escapando a la mayor ignominia de nuestro tiempo, camuflada bajo eufemismos indignos como los de “planificación familiar” o “interrupción del embarazo”. Nuestra sociedad disfruta de un cómodo y a lo que parece inagotable Bienestar, fiándolo todo al Estado y sus burocracias, protegiendo la animalidad y otorgando a la bestia más derechos incluso que al hombre, devaluado a la condición de objeto, de súbdito sometido al diktat de lo público y social, bajo el perverso paraguas de su tutela. Ya se sabe, viejos de residencia y pensión cuando no de mascota sucia, mientras a nuestros jóvenes se les niega en la flor de la vida trabajo, hogar y familia, igual que al nasciturus el inalienable derecho de vivir. Futuro aciago el de una infancia ausente y una juventud expoliada, como proyecto de las nuevas y más abyectas formas de Socialismo y Comunismo, desvirtuando la esencia de la libertad, pero asimismo aquella de lo propiamente humano.




















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