Mª Soledad Martín Turiño
Viernes, 09 de Diciembre de 2022
ZAMORANA

A contracorriente

[Img #72765]Era verano y, debido al calor, tenía la costumbre de tumbarse encima de las sábanas sin deshacer siquiera la cama. Vivía solo y estaba liberado de las reglas que rigen la vida doméstica, así que hacía lo que quería; cuando le apetecía comer, comía, ya fueran las dos o las cinco de la tarde; dormía a deshora e iba a contracorriente del resto del mundo en aquel paraíso sin normas que era su casa.

 

Allí se refugió una vez terminada su vida laboral, ya que la ciudad se le antojaba demasiado grande y ruidosa para un espíritu que siempre había ansiado el silencio. Compró aquella vieja casa y la acondicionó con dignidad y confort, ya que sería su última morada; después se puso a la tarea que había planificado para esta época de su vida: ¡escribir sus memorias!; para ello se propuso una rutina en la que ninguna necesidad física le interfiriera su propósito; así que cuando estaba inspirado escribía sin parar, ya fuera mañana, tarde o madrugada; después descansaba o se iba a dar un largo paseo en solitario que le desentumeciera las piernas, aspirando un aire fresco que en aquel lugar era el más puro que nunca hubiera respirado.

 

Aquel modo de vida duró casi un año. Las pocas veces que iba a la capital era para aprovisionarse de víveres, aunque solía darse el gusto de comer siempre en el mismo restaurante donde ya todo el mundo le conocía, y luego tomar café en el casino leyendo los periódicos y departiendo con algún conocido con quien intercambiaba trivialidades, ya que huía de la norma de entrar en diatribas políticas, según era costumbre del local. Al atardecer, regresaba a su casa y se enfrascaba en su interminable libro que, a medida que iba creciendo en páginas, iba liberando aquella ansiedad de su alma que padecía desde hacía años; por lo que el hecho de rememorar los entresijos de su vida era una terapia, aunque muchas veces sacar a la luz determinados recuerdos se le antojaba tortuoso y deprimente, y su estado de ánimo se resentía sin parar en un laberinto de emociones.

 

Un día recibió la inesperada visita de un amigo de la infancia que no había visto desde hacía más de cuarenta años. Al abrir la puerta, poco quedaba en las facciones que le recordaran a su viejo compañero de escuela, aunque la voz y la viveza de los ojos permanecían intactos. El motivo de su visita, según le había indicado previamente por teléfono, había sido saludarle y pasar un rato juntos recobrando así su vieja amistad de niños. Pasaron una tarde grata, recordaron anécdotas, rememoraron amigos y gentes de antaño, tomaron un buen vino que había traído para la visita y se marchó, no sin antes prometer que continuarían viéndose porque era mucho lo que tenían que contarse para ponerse al día.

Transcurrió el tiempo y aquella promesa se olvidó o, tal vez, era preferible continuar en soledad sin más distracciones que sus propios recuerdos;  hasta que en una de sus visitas a la capital, sentado en el casino, le sorprendió la necrológica del periódico: se trataba de su viejo amigo; entonces comprendió que aquella visita imprevista había sido su despedida y, de pronto, corroboró algo que siempre le había minado hasta rehuir personas y entrarse en aquel caserón solitario: era preciso retener el tiempo, ocuparlo y aprovecharlo al máximo, ya que en el reloj la arena caía irremediablemente en su contra y sin poder detenerla.

 

Al cabo de otro año intenso, había apilado junto a la máquina de escribir una buena cantidad de folios; el libro de su vida estaba terminado y ahora, por fin, libre de aquel compromiso que se había autoimpuesto, podía mirar cara a cara al futuro y prepararse para su final porque ya tenía los deberes hechos.

 

Mª Soledad Martín Turiño

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