Mª Soledad Martín Turiño
Lunes, 26 de Diciembre de 2022
ZAMORANA

El final

[Img #73346]La llevan al cementerio en su cajita de cedro; va cubierta con un velo blanco que solo deja ver su rostro, algo céreo, muy blanco, relajado; un rostro que me recuerda a la persona que fue antes de perder la memoria: alegre, vital, trabajadora, curtida en su oficio, nada que ver con el otro de años después, cuando la cabeza se desligó del cuerpo y echó a andar en dirección contraria, cuando la veía ausente, deambulando por la calle, sin reconocer a nadie, o sola en una casa llena de recuerdos que, probablemente observaría con una curiosidad lejana, como si no fueran con ella.

 

La llevan al cementerio en su cajita de cedro. Recogieron cuerpo y mente y los unieron de nuevo, para enterrarlos juntos; por eso ahora su rictus es tranquilo, incluso se diría que una fugaz sonrisa atenúa la palidez de su rostro. Siente y reconoce ¡ahora sí! perfectamente el camino. Ya dejó atrás un largo velatorio repleto de gente que conocía desde la infancia, buenas personas del pueblo con quienes convivió casi toda su vida, satisfecha porque acudió a acompañarla “todo el pueblo”. La torre de la iglesia va quedando cada vez más lejos en el horizonte; la comitiva marcha despacio; ahora nota a ambos lados de la carretera los campos labrados, las aves que descienden para picotear la tierra y obtener alimento y la caseta de barro que lleva años sin uso y no acaba de arruinarse. Cada vez está más cerca el cementerio ¡por fin se reunirá con su familia que partió antes!

 

Al llegar al camposanto, percibe el movimiento de una gruesa llave que abre la ciudad de los muertos; aquella será su última morada, entre los suyos. Se escuchan suspiros de mujeres y lágrimas furtivas de hombres recios que no se permiten ese desahogo, así que con rabia se secan el rostro con el antebrazo, como si estuvieran cometiendo un delito.

 

La conducen hasta su túmulo que, abierto, la espera. Descienden el ataúd con sumo cuidado mientras unas gotas de lluvia parecen sollozar por ella; lo cubren con ramos de flores, al tiempo que el sacerdote dice unas palabras de despedida que la comitiva escucha con gesto contrito, después vuelven a cerrarlo y, poco a poco, toda la gente regresa a su casa respetando la soledad de los muertos. Sobre la losa alguien se ocupó de que figurara su nombre y dos fechas para no olvidar la existencia que fue una vez.

 

Ha llegado junto a una luz que la recibe dándole calor y nota que voces amigas susurran algo que no comprende, pero le hace sentir bien. Camina por entre un mar de nubes con la beatífica sensación de que algo muy bueno la espera. Fuera, aún percibe el azote de la lluvia en el techo de la sepultura, pero está a salvo porque sabe que ¡por fin! ha llegado a casa.

 

 

Mª Soledad  Martín Turiño

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