Una infancia feliz

Cuando se ha alcanzado la edad adulta y uno se pregunta si ha sido feliz, casi siempre contamos desde la infancia; en mi caso, puedo decir que fue la época más dichosa y colmada que recuerdo; tal vez, por la ausencia de obligaciones, por ser la edad de la inocencia, gozar del cobijo de una familia feliz o, simplemente, porque era una época en la que uno no se cuestionaba las cosas, solo las disfrutaba. 

Aprendí, sin que nadie me enseñara, a contemplar la luz del día, el azul intenso del firmamento, el cielo estrellado por la noche; nadie guió mis pasos en una dirección concreta, pero gustaba perderme por los caminos, inhalar el perfume de la tierra, contemplar el verdor de los campos de cereal o el sonido del silencio interrumpido por el silbido del viento, por la estela de un tractor que pasaba o el chiflo del pastor que conducía las ovejas.

Fui dueña absoluta del río, que discurría lento y orgulloso y, a veces, bajaba por la ladera solitaria a acompañarle, observando su agua “a la vez quieta y en marcha”, como decía el gran Gerardo Diego; gocé de los álamos de su orilla, de la carretera abierta a los pueblos cercanos; disfruté del sol, aunque me quemara la cara; del canto de las chicharras, que acompañaban mis atardeceres, del bisbiseo de las mujeres rezando el rosario, de los crepúsculos sentada en lo alto de la villa, mientras el sol se ponía para recibir el manto de la noche… hermosos recuerdos de una infancia, mi infancia, plácida y tranquila.