HABLEMOS
La inmigración a debate: objetividad, que no demagogia
Carlos Domínguez
El fenómeno inmigratorio es lo bastante serio como para abordarlo objetivamente, al margen de visceralidades que caen del lado de la izquierda sectaria, incapaz de una mirada desapasionada lo mismo que de un análisis crítico. Desde posiciones hoy radicales tanto a nivel de opinión pública como de las instituciones, fuerzas socialistas y comunistas han jaleado una inmigración masiva, legal o no, con ayuda de organizaciones paragubernamentales cuyas actuaciones probablemente debieran ser revisadas al menos en vía administrativa. Y lo hacen con propósito de minar la cohesión en nuestro caso de la sociedad española, buscando crear una amalgama multirracial, multiétnica e interclasista falta de identidad, al único objeto de facilitar un dominio a base de ideologías eco, trans, multi y demás, acordes con el proyecto totalitario en marcha.
Hace décadas se afirmó desde círculos supuestamente científicos, con demógrafos, sociólogos y burócratas viviendo de un agradecido sueldo público, que la inmigración solucionaría el problema de la natalidad, así como el vaciamiento del medio rural. La impostura es notoria, pues los millones de inmigrantes venidos de todo lugar están lejos de invertir la curva del envejecimiento, no menos que la despoblación del campo. En realidad, lo que buscaron y buscan quienes llegan a nuestro país es el medio urbano, donde una Administración voraz facilita subvenciones, sanidad y educación gratuitas, de forma irresponsable bajo la engañosa excusa de una solidaridad universal. Así, no es cierto que la inmigración suponga enriquecimiento. Objetivamente sucede lo contrario, comenzando por el asentamiento de una población en buena parte desclasada, sin preparación, cultura ni formación profesional, cuyo destino en el mejor de los casos es el desempeño de trabajos precarios, en el peor la indigencia o la delincuencia, contribuyendo a degradar la convivencia y la seguridad en las grandes áreas urbanas. El inmigrante lo que ha aportado y aporta es prole, familia y parentelas, incrementando el gasto social en proporción infinitamente mayor a lo que pudiera ser su contribución real. Baste recordar el coste por día de una cama hospitalaria, en una sanidad hoy cuestionada. Y en idéntica línea, el de una plaza escolar que no ha mucho rondaba los 14.000 euros anuales, en una no menos erosionada enseñanza pública. ¿Compensa, en términos de los legítimos intereses de la ciudadanía española por origen y estirpe, la llegada indiscriminada de población foránea? No lo parece.
Y nada de cierto tendría el consabido mantra de lo cultural, como si la acogida de gentes, culturas y religiones extrañas supusiera avance para una sociedad asentada por siglos en su cultura y tradición. Se trata de costumbres, pero también de creencias que conllevan una visión del mundo y la política no ya ajena, sino antagónica respecto a lo nuestro y propio. La Francia republicana quizá, y digo sólo quizá en virtud de sus leyes, tenía razón cuando impuso limitaciones al uso de ciertas prendas en algunos espacios públicos. Pero en aquello que no la tuvo ni tiene, igual que tampoco Occidente entero, es en haber permitido durante décadas una inmigración sin control, difícilmente compatible con nuestros valores de civismo, igualdad y libertad.
El fenómeno inmigratorio es lo bastante serio como para abordarlo objetivamente, al margen de visceralidades que caen del lado de la izquierda sectaria, incapaz de una mirada desapasionada lo mismo que de un análisis crítico. Desde posiciones hoy radicales tanto a nivel de opinión pública como de las instituciones, fuerzas socialistas y comunistas han jaleado una inmigración masiva, legal o no, con ayuda de organizaciones paragubernamentales cuyas actuaciones probablemente debieran ser revisadas al menos en vía administrativa. Y lo hacen con propósito de minar la cohesión en nuestro caso de la sociedad española, buscando crear una amalgama multirracial, multiétnica e interclasista falta de identidad, al único objeto de facilitar un dominio a base de ideologías eco, trans, multi y demás, acordes con el proyecto totalitario en marcha.
Hace décadas se afirmó desde círculos supuestamente científicos, con demógrafos, sociólogos y burócratas viviendo de un agradecido sueldo público, que la inmigración solucionaría el problema de la natalidad, así como el vaciamiento del medio rural. La impostura es notoria, pues los millones de inmigrantes venidos de todo lugar están lejos de invertir la curva del envejecimiento, no menos que la despoblación del campo. En realidad, lo que buscaron y buscan quienes llegan a nuestro país es el medio urbano, donde una Administración voraz facilita subvenciones, sanidad y educación gratuitas, de forma irresponsable bajo la engañosa excusa de una solidaridad universal. Así, no es cierto que la inmigración suponga enriquecimiento. Objetivamente sucede lo contrario, comenzando por el asentamiento de una población en buena parte desclasada, sin preparación, cultura ni formación profesional, cuyo destino en el mejor de los casos es el desempeño de trabajos precarios, en el peor la indigencia o la delincuencia, contribuyendo a degradar la convivencia y la seguridad en las grandes áreas urbanas. El inmigrante lo que ha aportado y aporta es prole, familia y parentelas, incrementando el gasto social en proporción infinitamente mayor a lo que pudiera ser su contribución real. Baste recordar el coste por día de una cama hospitalaria, en una sanidad hoy cuestionada. Y en idéntica línea, el de una plaza escolar que no ha mucho rondaba los 14.000 euros anuales, en una no menos erosionada enseñanza pública. ¿Compensa, en términos de los legítimos intereses de la ciudadanía española por origen y estirpe, la llegada indiscriminada de población foránea? No lo parece.
Y nada de cierto tendría el consabido mantra de lo cultural, como si la acogida de gentes, culturas y religiones extrañas supusiera avance para una sociedad asentada por siglos en su cultura y tradición. Se trata de costumbres, pero también de creencias que conllevan una visión del mundo y la política no ya ajena, sino antagónica respecto a lo nuestro y propio. La Francia republicana quizá, y digo sólo quizá en virtud de sus leyes, tenía razón cuando impuso limitaciones al uso de ciertas prendas en algunos espacios públicos. Pero en aquello que no la tuvo ni tiene, igual que tampoco Occidente entero, es en haber permitido durante décadas una inmigración sin control, difícilmente compatible con nuestros valores de civismo, igualdad y libertad.


















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