ZAMORANA
Los recuerdos
La Real Academia de la Lengua define el término “recuerdo” como: “memoria que se hace o aviso que se da de algo pasado o de que ya se habló.
Los recuerdos son, asimismo, el chivato de nuestra existencia pasada, ese Pepito Grillo que anida en la mente para evocar retazos más o menos memorables de antiguas andanzas; pueden ser situaciones tristes que padecimos un día y que olvidamos para quedarnos con los momentos más favorables, quizá como un mecanismo de defensa, una forma de no sufrir, dejando arrinconadas las evocaciones dolorosas en un cajón de la mente que ella misma cierra con siete candados; o, por el contrario, si los recuerdos son gratos, nos arrancan una sonrisa porque es un placer dar marcha atrás en las vivencias, con los ojos cerrados, dejándose llevar por el subconsciente a aquellos contextos que experimentamos un día y permanecen inalterables en un lugar donde no existe el tiempo.
Las retrospectivas son variadas, cada uno tiene las suyas propias para entretener la soledad o recrear instantes: aquel día en la infancia cuando corríamos detrás de una cometa, o la tarde en que la adolescencia soñaba mirando al mar durante horas, elucubrando cómo sería la vida adulta, ese tiempo que estaba esperando a la vuelta de la esquina. Se inmortalizan escenarios con gentes queridas que ya no están y, en el ensueño del recuerdo, se amplía y fija su imagen para no perderla otra vez. En ocasiones, es tan fuerte el poder de la evocación, que podemos incluso jugar con los sentidos, siendo capaces de percibir de nuevo aquel aroma al bizcocho recién hecho, al jabón con que la madre perfumaba los armarios, o la fragancia que dejaba un perceptible rastro de loción de afeitar tras el beso del padre….
El recuerdo es el perfume del alma, o la presencia invisible, como definieron George Sand y Víctor Hugo. Modestamente, añadiría que los recuerdos son también el motor que da sentido a la vida, que nos empuja a continuar o impide el miedo para arribar a ese puerto que espera como destino final. Nadie mejor que quien ha llegado a la vejez, conoce el valor de los recuerdos, porque de ellos viven, a ellos se aferran cuando, llegado el cansancio y una dejadez muy cercana al abandono, son quizás el único aliciente para seguir adelante; por eso no resulta difícil ver a personas mayores con un pie en esta realidad y el otro anclado en una vida pasada que rememoran sin descanso, con los ojos entrecerrados o perdidos en el horizonte, y buscan incesantemente la perdurabilidad de esas sensaciones y la presencia de aquellas personas que un día constituyeron todo su mundo; un mundo diferente al que sobrellevan en sus días presentes, cargado de vacíos y ausencias.
Mª Soledad Martín Turiño
La Real Academia de la Lengua define el término “recuerdo” como: “memoria que se hace o aviso que se da de algo pasado o de que ya se habló.
Los recuerdos son, asimismo, el chivato de nuestra existencia pasada, ese Pepito Grillo que anida en la mente para evocar retazos más o menos memorables de antiguas andanzas; pueden ser situaciones tristes que padecimos un día y que olvidamos para quedarnos con los momentos más favorables, quizá como un mecanismo de defensa, una forma de no sufrir, dejando arrinconadas las evocaciones dolorosas en un cajón de la mente que ella misma cierra con siete candados; o, por el contrario, si los recuerdos son gratos, nos arrancan una sonrisa porque es un placer dar marcha atrás en las vivencias, con los ojos cerrados, dejándose llevar por el subconsciente a aquellos contextos que experimentamos un día y permanecen inalterables en un lugar donde no existe el tiempo.
Las retrospectivas son variadas, cada uno tiene las suyas propias para entretener la soledad o recrear instantes: aquel día en la infancia cuando corríamos detrás de una cometa, o la tarde en que la adolescencia soñaba mirando al mar durante horas, elucubrando cómo sería la vida adulta, ese tiempo que estaba esperando a la vuelta de la esquina. Se inmortalizan escenarios con gentes queridas que ya no están y, en el ensueño del recuerdo, se amplía y fija su imagen para no perderla otra vez. En ocasiones, es tan fuerte el poder de la evocación, que podemos incluso jugar con los sentidos, siendo capaces de percibir de nuevo aquel aroma al bizcocho recién hecho, al jabón con que la madre perfumaba los armarios, o la fragancia que dejaba un perceptible rastro de loción de afeitar tras el beso del padre….
El recuerdo es el perfume del alma, o la presencia invisible, como definieron George Sand y Víctor Hugo. Modestamente, añadiría que los recuerdos son también el motor que da sentido a la vida, que nos empuja a continuar o impide el miedo para arribar a ese puerto que espera como destino final. Nadie mejor que quien ha llegado a la vejez, conoce el valor de los recuerdos, porque de ellos viven, a ellos se aferran cuando, llegado el cansancio y una dejadez muy cercana al abandono, son quizás el único aliciente para seguir adelante; por eso no resulta difícil ver a personas mayores con un pie en esta realidad y el otro anclado en una vida pasada que rememoran sin descanso, con los ojos entrecerrados o perdidos en el horizonte, y buscan incesantemente la perdurabilidad de esas sensaciones y la presencia de aquellas personas que un día constituyeron todo su mundo; un mundo diferente al que sobrellevan en sus días presentes, cargado de vacíos y ausencias.
Mª Soledad Martín Turiño



















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