ZAMORANA
La gente tóxica
Mº Soledad Martín Turiño
Cuando queda poco tiempo, porque la vida nos pone a la vista el final del camino, no ha lugar para las tonterías, para aguantar las intemperancias de quien se cree con derecho a provocarlas cada día; no se deben soportar los silencios injustificados, las apologías de esos que se consideran con derecho a juzgar, a que se les dé explicaciones sin preguntar; a reprochar todo cuando ellos no están dispuestos –ni consideran que deban hacerlo- a entonar un “mea culpa” por un pasado y un presente en el que han cometido desmanes a puñados y ni siquiera son conscientes de ello.
Detesto a esas personas, despechadas, envidiosas, amargadas, ociosas, sin proyectos ni ideas, criticonas con los demás, sin ver jamás nada bueno en los otros, que se consideran maltratados por casi toda la humanidad, incapaces de ser altruistas, generosos, y mucho menos de olvidar o perdonar; y los aborrezco porque son personas que actúan con perversa maldad, cuyos pensamientos o acciones son previamente calculados para dañar y salir indemnes, nunca salpicados por la vileza que derraman hacia los otros.
Sólo tenemos una vida, y a veces ésta nos retuerce como si fuera una serpiente que aprisiona hasta el punto de asfixiarnos; es entonces cuando la existencia se convierte en un infierno, cuando huye la esperanza para dar paso a la decepción y ahí surgen esos depredadores que aprovechan la más mínima debilidad para ejercer su triunfalista superioridad.
Personajes de picaresca, de folletín barato, con tramas y perversas maldades que, sin embargo, conviven con nosotros y viven como buitres al acecho de cualquier debilidad para entrar a saco y devorar la ilusión, poner barreras e imponerse, ya que es la única forma que conocen para ejercer su autoridad con los débiles; con los fuertes no se atreven, se achantan, se acobardan porque son, en efecto, eso: cobardes en el más amplio sentido de la palabra.
Si estuviera en mi mano, barrería de un plumazo a esos seres pequeños, siniestros, infames, que van por la vida sacando pecho y luego se desinflan porque carecen de un noble espíritu que les infunda un poco de paz; y, pese a que los abomino, me dan, sin embargo, pena, mucha pena, porque los veo vacíos, hueros, sin alma, sin amigos, sin afectos, carentes de todo.
¡Cuántas veces nos hemos topado con esas personas tóxicas que han pretendido urdir y horadar nuestra vida, utilizando sus dañinas artes! Ante ellos, solo cabe una respuesta posible: huir, dejarles solos para que sus depravadas formas no afecten a nadie, e intentar que se sientan desterrados por los demás con el aislamiento más absoluto.
Cuando queda poco tiempo, porque la vida nos pone a la vista el final del camino, no ha lugar para las tonterías, para aguantar las intemperancias de quien se cree con derecho a provocarlas cada día; no se deben soportar los silencios injustificados, las apologías de esos que se consideran con derecho a juzgar, a que se les dé explicaciones sin preguntar; a reprochar todo cuando ellos no están dispuestos –ni consideran que deban hacerlo- a entonar un “mea culpa” por un pasado y un presente en el que han cometido desmanes a puñados y ni siquiera son conscientes de ello.
Detesto a esas personas, despechadas, envidiosas, amargadas, ociosas, sin proyectos ni ideas, criticonas con los demás, sin ver jamás nada bueno en los otros, que se consideran maltratados por casi toda la humanidad, incapaces de ser altruistas, generosos, y mucho menos de olvidar o perdonar; y los aborrezco porque son personas que actúan con perversa maldad, cuyos pensamientos o acciones son previamente calculados para dañar y salir indemnes, nunca salpicados por la vileza que derraman hacia los otros.
Sólo tenemos una vida, y a veces ésta nos retuerce como si fuera una serpiente que aprisiona hasta el punto de asfixiarnos; es entonces cuando la existencia se convierte en un infierno, cuando huye la esperanza para dar paso a la decepción y ahí surgen esos depredadores que aprovechan la más mínima debilidad para ejercer su triunfalista superioridad.
Personajes de picaresca, de folletín barato, con tramas y perversas maldades que, sin embargo, conviven con nosotros y viven como buitres al acecho de cualquier debilidad para entrar a saco y devorar la ilusión, poner barreras e imponerse, ya que es la única forma que conocen para ejercer su autoridad con los débiles; con los fuertes no se atreven, se achantan, se acobardan porque son, en efecto, eso: cobardes en el más amplio sentido de la palabra.
Si estuviera en mi mano, barrería de un plumazo a esos seres pequeños, siniestros, infames, que van por la vida sacando pecho y luego se desinflan porque carecen de un noble espíritu que les infunda un poco de paz; y, pese a que los abomino, me dan, sin embargo, pena, mucha pena, porque los veo vacíos, hueros, sin alma, sin amigos, sin afectos, carentes de todo.
¡Cuántas veces nos hemos topado con esas personas tóxicas que han pretendido urdir y horadar nuestra vida, utilizando sus dañinas artes! Ante ellos, solo cabe una respuesta posible: huir, dejarles solos para que sus depravadas formas no afecten a nadie, e intentar que se sientan desterrados por los demás con el aislamiento más absoluto.
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