Domingo, 21 de Diciembre de 2025

Mª Soledad Martín Turiño
Jueves, 27 de Julio de 2023
ZAMORANA

Un oasis de calma

Mº Soledad Martín Turiño

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Necesitaba desconectar de un día a día demasiado repleto de obligaciones, compromisos, dependencia y trabajo que le habían provocado un hastío severo que amenazaba con romper su integridad física y mental. Se recluyó voluntariamente en un pueblo de la España esteparia, con pocos habitantes y ninguna distracción que no fuera aquella naturaleza que rodeaba el entorno abrazando las pocas viviendas y los escasos habitantes en una suave y conciliadora caricia.

 

A pocos metros de aquella casa humilde que constituía su morada, podía internarse en un bosque que le conducía directamente al rio, y era allí, sobre una piedra, donde permanecía horas enteras observando a su alrededor plantas silvestres que crecían a sus anchas en esa zona por la que nadie transitaba, alfombrando un espacio sombrío donde los árboles se unían en las alturas para evitar que el sol llegara hasta el suelo con la fuerza de sus rayos.

 

Era un lugar silencioso, perturbado tan solo por el leve sonido del viento que movía las hojas de los árboles, o el zumbido de algún insecto; el lugar idóneo para escapar del ruido interior y zambullirse en aquel sencillo oasis que proporcionaba serenidad y calma. A veces, en un arrebato de estudiada inconsciencia, se desprendía de su ropa y se sumergía en el agua del río proporcionándole una estimulante sensación. Nadaba un rato en la parte más profunda y se dejaba llevar por la corriente sin decidir, a merced de aquel rio que la hacía tropezar en algunos tramos con los juncos de la orilla cuando el cauce se estrechaba. Sentía su cuerpo como un barco a la deriva, y era una maravillosa sensación formar parte de aquel pedazo de naturaleza con la que jugaba sin decir palabra, ya que el silencio era el bálsamo sanador en aquel voluntario retiro.

 

Cuando sus fuerzas flaqueaban, retomaba el camino de vuelta, se vestía sin prisa y, antes de irse, continuaba un rato más sobre la misma piedra que componía su asiento hasta que escuchaba a lo lejos el sonido de las esquilas del pastor y su grito indicando al perro que recondujera al rebaño. Contemplaba la escena desde aquel refugio insólito y luego salía al encuentro del ovejero e intercambiaban unas palabras antes de despedirse. Aquellas pocas frases eran las únicas que salían de su boca, ya que el resto del tiempo la soledad era su compañera en aquel pueblo donde sus habitantes, casi todos mayores, permanecían a buen resguardo en sus casas para protegerse del calor preguntándose qué podía llevar a aquella persona a llegar hasta aquel lugar perdido. Nadie podía sospechar que permanecer allí era el mejor regalo para una mente atribulada y un cuerpo exhausto, aunque tan solo fueran unos días antes de retomar la cotidianidad que borraría de un plumazo aquel cálido bienestar.

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