ZAMORANA
Tras la tormenta
Mª Soledad Martín Turiño
![[Img #84767]](https://eldiadezamora.es/upload/images/12_2023/3656_6596_soledad-1.jpg)
El sol asoma tímidamente entre unas nubes aún grises tras la tormenta; el cielo descargó lluvia con una furia inusitada que inundó calles y plazas obligando a los viandantes a refugiarse, so pena de acabar empapados; fueron casi treinta minutos de un aguacero rabioso e incontenible que acabó diluyéndose en pertinaces gotas de lluvia que no dejaban de escurrir desde árboles y cornisas, mientras la riada fluía calle abajo hasta perderse en alcantarillas que no daban abasto para contener semejante chaparrón. Poco a poco, la gente empezó a salir de sus refugios improvisados sorteando como podían los charcos, con cuidado de no pisar un pavimento inestable que provocara un iceberg de barro líquido y ensuciara la ropa y el calzado.
Alberto, situado tras uno de los miradores de Santa Clara donde tenía el privilegio de habitar, contemplaba aquel espectáculo que le subyugó desde niño; en realidad todos los fenómenos de la naturaleza eran un enigma para aquel hombre que gozaba con el sol, la lluvia, el viento, la cencellada o la nieve; por ese motivo, todas las estaciones del año tenían un encanto especial.
Aquella tarde pre invernal llegó a su culmen cuando se dibujó en el cielo un arco iris que obligó a Alberto a salir apresuradamente de casa y acercarse hasta La Marina para contemplarlo en todo su esplendor, ya que la plaza era un espacio más abierto que la vista que le proporcionaba su mirador; y comprobó que no era el único que elevaba los ojos al firmamento para observar aquel fenómeno multicolor, puente entre el cielo y la tierra; una especie de milagro que surgía brevemente para diluirse después y dejar un breve rastro.
Poco a poco los curiosos emprendieron su marcha y la plaza volvió a ser testigo de idas y venidas de gente; en cambio Alberto, permaneció inmóvil en el mismo lugar durante un rato más. Empezó a brillar el sol y con él los colores se hicieron más vivos, como si el agua, además de haberse llevado la suciedad de las calles, hubiera abrillantado las hojas de los árboles y pulido el pavimento con un brillo de mármol.
Alberto empezó a caminar despacio, absorbiendo el olor que impregnaba la plaza, un aroma fresco que le recordaba su infancia, aquellas mañanas en que su madre le bañaba en el barreño con jabón de olor, le secaba con aquellas toallas blancas que envolvían su cuerpecito desnudo y el abrazo final, peinado y perfumado, antes de vestirle con la ropa de domingo para ir a misa. Sí, le gustaban los fenómenos atmosféricos porque siempre le recordaban tiempos felices de su niñez, cuando aún existía la inocencia y la esperanza, cuando todos vivían juntos en aquella casa de pueblo humilde pero acogedora, que meció sus sueños antes de convertirse en el hombre actual.
Había transcurrido toda una vida desde entonces, con grandes vicisitudes, mucho trabajo y algunas pérdidas irreparables que le habían llevado hasta el momento actual, tras alcanzar la posición que ahora disfrutaba. Como ocurre siempre, por el camino perdió aquella ingenuidad infantil que tanto rememoraba; tuvo que aprender el oficio de la vida a base de lucha, de tenacidad, incluso de trepar por encima de algunas cabezas para lograr lo que con tanto esfuerzo se había propuesto; sin embargo ahora, con casi todas las metas cumplidas, solo un sueño le había quedado pendiente: hubiera dado cualquier cosa por volver a aquella infancia ¡deseo obviamente imposible!, a aquella casa que ya no existía, y con aquella familia que ya había perdido; porque el precio por crecer es dejar la puerta abierta para dejar entrar al futuro y, en ocasiones, es un coste excesivamente alto.
![[Img #84767]](https://eldiadezamora.es/upload/images/12_2023/3656_6596_soledad-1.jpg)
El sol asoma tímidamente entre unas nubes aún grises tras la tormenta; el cielo descargó lluvia con una furia inusitada que inundó calles y plazas obligando a los viandantes a refugiarse, so pena de acabar empapados; fueron casi treinta minutos de un aguacero rabioso e incontenible que acabó diluyéndose en pertinaces gotas de lluvia que no dejaban de escurrir desde árboles y cornisas, mientras la riada fluía calle abajo hasta perderse en alcantarillas que no daban abasto para contener semejante chaparrón. Poco a poco, la gente empezó a salir de sus refugios improvisados sorteando como podían los charcos, con cuidado de no pisar un pavimento inestable que provocara un iceberg de barro líquido y ensuciara la ropa y el calzado.
Alberto, situado tras uno de los miradores de Santa Clara donde tenía el privilegio de habitar, contemplaba aquel espectáculo que le subyugó desde niño; en realidad todos los fenómenos de la naturaleza eran un enigma para aquel hombre que gozaba con el sol, la lluvia, el viento, la cencellada o la nieve; por ese motivo, todas las estaciones del año tenían un encanto especial.
Aquella tarde pre invernal llegó a su culmen cuando se dibujó en el cielo un arco iris que obligó a Alberto a salir apresuradamente de casa y acercarse hasta La Marina para contemplarlo en todo su esplendor, ya que la plaza era un espacio más abierto que la vista que le proporcionaba su mirador; y comprobó que no era el único que elevaba los ojos al firmamento para observar aquel fenómeno multicolor, puente entre el cielo y la tierra; una especie de milagro que surgía brevemente para diluirse después y dejar un breve rastro.
Poco a poco los curiosos emprendieron su marcha y la plaza volvió a ser testigo de idas y venidas de gente; en cambio Alberto, permaneció inmóvil en el mismo lugar durante un rato más. Empezó a brillar el sol y con él los colores se hicieron más vivos, como si el agua, además de haberse llevado la suciedad de las calles, hubiera abrillantado las hojas de los árboles y pulido el pavimento con un brillo de mármol.
Alberto empezó a caminar despacio, absorbiendo el olor que impregnaba la plaza, un aroma fresco que le recordaba su infancia, aquellas mañanas en que su madre le bañaba en el barreño con jabón de olor, le secaba con aquellas toallas blancas que envolvían su cuerpecito desnudo y el abrazo final, peinado y perfumado, antes de vestirle con la ropa de domingo para ir a misa. Sí, le gustaban los fenómenos atmosféricos porque siempre le recordaban tiempos felices de su niñez, cuando aún existía la inocencia y la esperanza, cuando todos vivían juntos en aquella casa de pueblo humilde pero acogedora, que meció sus sueños antes de convertirse en el hombre actual.
Había transcurrido toda una vida desde entonces, con grandes vicisitudes, mucho trabajo y algunas pérdidas irreparables que le habían llevado hasta el momento actual, tras alcanzar la posición que ahora disfrutaba. Como ocurre siempre, por el camino perdió aquella ingenuidad infantil que tanto rememoraba; tuvo que aprender el oficio de la vida a base de lucha, de tenacidad, incluso de trepar por encima de algunas cabezas para lograr lo que con tanto esfuerzo se había propuesto; sin embargo ahora, con casi todas las metas cumplidas, solo un sueño le había quedado pendiente: hubiera dado cualquier cosa por volver a aquella infancia ¡deseo obviamente imposible!, a aquella casa que ya no existía, y con aquella familia que ya había perdido; porque el precio por crecer es dejar la puerta abierta para dejar entrar al futuro y, en ocasiones, es un coste excesivamente alto.



















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