Mª Soledad Martín Turiño
Domingo, 12 de Mayo de 2024
ZAMORANA

Vida, amor y muerte

No conozco a nadie que, por muy mal que le haya tratado el destino, por autosuficiente que se considere, o por muy deleznables que hayan sido sus actos, no haya encontrado un momento en su vida en el que hubiera anhelado dos cosas: sentirse amado y, en el postrer momento, cuando vemos las orejas al lobo o, poniendo un símil más adecuado, al sentir que las parcas se acercan, no se hayan encomendado a un bien superior, llámese Dios, Alá o cualquier deidad parecida.

 

El hecho de sentirse amado, de que nos halaguen los oídos con dulces palabras, nos tomen de la mano o nos regalen un abrazo envolvente, de esos que protegen de todos los males, como una suerte de coraza impenetrable que no conoce enemigo, es uno de los mayores dones que se pueden recibir, porque la manifestación del amor o del cariño en todas sus fases, otorga al ser humano una protección especial, un brillo de ilusión en los ojos, un benéfico estado de ánimo y concede a la existencia un sentido especial.

 

Aquellos que viven solos, sin esperanza, sin amigos; quienes desconocen el afecto, se ven privados de cariño o reniegan de él, se convierten en autómatas que pasan por la vida sin sentimientos, como máquinas que caminan, comen o duermen sin sentir la calidez de un estímulo amable que les permita ser personas.

 

En esta sociedad en la que estamos inmersos donde, con toda justicia, se reclaman derechos a diario; se exalta la igualdad entre hombres y mujeres, enseñamos a nuestros hijos a ser independientes etc., tal vez nos hemos olvidado de algo vital: instruir y practicar la cercanía con el otro, dejar de lado el móvil y quedar con la gente, hablando mientras nos miramos a los ojos y saludándonos amigablemente con un beso o un apretón de manos. La calidez de esta cercanía no tiene comparación con los miles de seguidores de esas redes sociales, amigos virtuales, sin alma, que no vemos ni sentimos, que no se preocupan de nuestras cosas porque, simplemente, no están ahí.

 

Sin embargo, si la demostración del amor es importante, no lo es menos esa búsqueda en la hora final de una suerte de perdón, o el ruego de que el lugar que nos acoja tras el paso por la vida, sea grato. Recuerdo a este respecto una conversación mantenida hace años con un viejo sacerdote que ponía el siguiente ejemplo: “todos, cuando llega el final, pese a que lo esperemos, no lo aceptamos; de ahí que morimos con los ojos y la boca abiertos; los ojos reflejan el gesto incrédulo de que llegó el momento; y la boca se aferra al último aliento boqueando como un pez recién salido del agua”. Desconozco lo acreditado de este argumento, pero tengo que reconocer que he pensado muchas veces en aquellas palabras que, por desgracia, he corroborado con la muerte de algunos de mis seres más queridos. Razón llevaba el gran Cela cuando aseveraba: “la muerte es dulce; pero su antesala, cruel.”

 

 

Mª Soledad Martín Turiño

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