ZAMORANA
No me cansa Zamora
No me canso de observar los viejos muros de piedra, la impronta del modernismo en las elegantes fachadas del centro, ni me cansa descubrir durante horas el Duero, apacible y sereno, con su caudal flanqueado por vegetación diversa acompañando a álamos, fresnos y chopos; el viejo Duero que siempre me trae a la memoria los versos de Gerardo Diego:
“Quién pudiera como tú,
a la vez quieto y en marcha,
cantar siempre el mismo verso
pero con distinta agua”.
El Duero hospitalario con las cigüeñas, garzas, palomas o gallinetas; ni tampoco me cansa adentrarme en las viejas rúas, pisando calles que rezuman historia, observando a los turistas que se extasían mirando los templos románicos y se llevan pedacitos de esta ciudad en sus cámaras fotográficas.
No, no me cansa llegar hasta el castillo, sentarme a la sombra de un árbol frente a la vieja fortaleza y recrear la vista con las esculturas que salpican los jardines: tallas de Lobo, el escultor de Cerecinos que logró fama internacional, uno de los nuestros, un hombre de origen humilde, de un pueblo pequeño de Tierra de Campos.
No me cansa adentrarme en Valorio y perderme bajo la altura de los gigantes pinos piñoneros que acechan y vigilan para que nadie entre en su recinto con aviesas intenciones, sino tan solo para regocijo del alma y de la vista con las fuentes y la vegetación que le ornan.
No me cansaré de esta ciudad provinciana ni, por supuesto, de su casco histórico, rico en arquitectura y tradición, ni de sus gentes sobrias y sencillas, ni de ese acento que alarga la silaba final, ni de los “palabros” tan únicos en estos lares, ni de su ubicación en una mixtura de secanos y humedales, ni de ese orgullo de pertenencia, de arraigo, que nos pone tan difícil salir de aquí y nos hace regresar, aunque sea para morir en nuestra tierra.
Alguien me dijo una vez que Zamora engancha a los que somos de aquí y, ciertamente, compruebo la veracidad de esas palabras una vez nos alejamos de ella por lo mucho que la echamos de menos, como si los ojos añoraran perderse en la inmensa llanura terracampina o en el frescor de la piedra occidental que orna las comarcas de Aliste o Sayago; o en cualquier pueblo, por pequeño y pobre que sea, siempre nos parecerá que formamos parte de él, porque, como bien manifestaba el gran Delibes: “en Castilla, ser de pueblo es una cosa importante”; y Zamora que, siendo una capital, no deja de ser también la suma de la gente de sus pueblos, se mete en el alma y se cuela en el corazón hasta el punto de ansiar volver cuando estamos lejos, a ser posible para quedarnos.
Mª Soledad Martín Turiño
No me canso de observar los viejos muros de piedra, la impronta del modernismo en las elegantes fachadas del centro, ni me cansa descubrir durante horas el Duero, apacible y sereno, con su caudal flanqueado por vegetación diversa acompañando a álamos, fresnos y chopos; el viejo Duero que siempre me trae a la memoria los versos de Gerardo Diego:
“Quién pudiera como tú,
a la vez quieto y en marcha,
cantar siempre el mismo verso
pero con distinta agua”.
El Duero hospitalario con las cigüeñas, garzas, palomas o gallinetas; ni tampoco me cansa adentrarme en las viejas rúas, pisando calles que rezuman historia, observando a los turistas que se extasían mirando los templos románicos y se llevan pedacitos de esta ciudad en sus cámaras fotográficas.
No, no me cansa llegar hasta el castillo, sentarme a la sombra de un árbol frente a la vieja fortaleza y recrear la vista con las esculturas que salpican los jardines: tallas de Lobo, el escultor de Cerecinos que logró fama internacional, uno de los nuestros, un hombre de origen humilde, de un pueblo pequeño de Tierra de Campos.
No me cansa adentrarme en Valorio y perderme bajo la altura de los gigantes pinos piñoneros que acechan y vigilan para que nadie entre en su recinto con aviesas intenciones, sino tan solo para regocijo del alma y de la vista con las fuentes y la vegetación que le ornan.
No me cansaré de esta ciudad provinciana ni, por supuesto, de su casco histórico, rico en arquitectura y tradición, ni de sus gentes sobrias y sencillas, ni de ese acento que alarga la silaba final, ni de los “palabros” tan únicos en estos lares, ni de su ubicación en una mixtura de secanos y humedales, ni de ese orgullo de pertenencia, de arraigo, que nos pone tan difícil salir de aquí y nos hace regresar, aunque sea para morir en nuestra tierra.
Alguien me dijo una vez que Zamora engancha a los que somos de aquí y, ciertamente, compruebo la veracidad de esas palabras una vez nos alejamos de ella por lo mucho que la echamos de menos, como si los ojos añoraran perderse en la inmensa llanura terracampina o en el frescor de la piedra occidental que orna las comarcas de Aliste o Sayago; o en cualquier pueblo, por pequeño y pobre que sea, siempre nos parecerá que formamos parte de él, porque, como bien manifestaba el gran Delibes: “en Castilla, ser de pueblo es una cosa importante”; y Zamora que, siendo una capital, no deja de ser también la suma de la gente de sus pueblos, se mete en el alma y se cuela en el corazón hasta el punto de ansiar volver cuando estamos lejos, a ser posible para quedarnos.
Mª Soledad Martín Turiño





















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