EMBELLECER ZAMORA
Las fuentes, sonrisas de cualquier ciudad
Necesito sentir que mi ciudad, la ancianita Zamora, adorna su epidermis de fuentes. Me encanta escuchar el sonido del agua mientras camino y observo el cielo, azul o gris, presidido por el sol o teñido de nimbos, porque me recuerda que yo, tú y aquel, él o ella, somos agua. Sí, no sonrías, no pienses que he perdido la cordura entre las metáforas, somos agua que sueña, que llora, que ama, que sufre y que un día se evaporará para formar parte de otras nubes que algún día lloverán sobre la tierra que ahora pisamos.
Las fuentes, más allá de la metafísica, y los estanques forman parte de nuestra vida. Mi memoria me traslada a la infancia y aquella albuhera del parque del Castillo, donde los renacuajos, los bebés de las ranas, jugaban con el agua estancada mientras los niños intentábamos capturarlos con redecillas de una marca que envolvía botellas de coñac. Nos hemos besado cerca de fuentes, hemos festejado éxitos deportivos mientras el agua gritaba de satisfacción, y, en el verano, cuando el sol castiga piel y cerebros, los diálogos entre el agua de los caños nos hacían creer que se suavizaba la calentura.
Hace no mucho tiempo, el regidor Guarido se inventó otra fuente en La Marina. No es espectacular, pero sí linda en su sencillez, en esa humildad de ciudad provinciana. Además, cuando la luna se enseñorea de la noche, nuestros colores, el verde y el rojo, tiñen el agua, que se cree seña bermeja hasta el alba, cuando las alondras despiertan y el sol enseña sus ojos amarillos por oriente.
Toda fuente no deja de ser esencia de agua en la epidermis de una ciudad. Seguro que, antes de finalizar este mandato, quizá el último en su haber, el alcalde siembre nuevas fontanas por Zamora, por sus jardines, como en los de la Catedral, donde los árboles, arbustos, flores y hierbas anhelan las caricias del agua, para creerse que forman parte de una Alhambra católica, apostólica y románica (en nuestra ciudad no somos romanos, sino románicos).
Yo sé, porque me lo han susurrado en mis paseos, que toda plaza y avenida principal se sentirían agraciadas si fuentes y estanques formaran parte de su familia urbana. Verbigracia: plaza de la Constitución, ahora quebrada; plazuelas del casco histórico y jardines del Castillo y la Catedral. Las fuentes son las sonrisas de cualquier ciudad.
Eugenio-Jesús de Ávila
Necesito sentir que mi ciudad, la ancianita Zamora, adorna su epidermis de fuentes. Me encanta escuchar el sonido del agua mientras camino y observo el cielo, azul o gris, presidido por el sol o teñido de nimbos, porque me recuerda que yo, tú y aquel, él o ella, somos agua. Sí, no sonrías, no pienses que he perdido la cordura entre las metáforas, somos agua que sueña, que llora, que ama, que sufre y que un día se evaporará para formar parte de otras nubes que algún día lloverán sobre la tierra que ahora pisamos.
Las fuentes, más allá de la metafísica, y los estanques forman parte de nuestra vida. Mi memoria me traslada a la infancia y aquella albuhera del parque del Castillo, donde los renacuajos, los bebés de las ranas, jugaban con el agua estancada mientras los niños intentábamos capturarlos con redecillas de una marca que envolvía botellas de coñac. Nos hemos besado cerca de fuentes, hemos festejado éxitos deportivos mientras el agua gritaba de satisfacción, y, en el verano, cuando el sol castiga piel y cerebros, los diálogos entre el agua de los caños nos hacían creer que se suavizaba la calentura.
Hace no mucho tiempo, el regidor Guarido se inventó otra fuente en La Marina. No es espectacular, pero sí linda en su sencillez, en esa humildad de ciudad provinciana. Además, cuando la luna se enseñorea de la noche, nuestros colores, el verde y el rojo, tiñen el agua, que se cree seña bermeja hasta el alba, cuando las alondras despiertan y el sol enseña sus ojos amarillos por oriente.
Toda fuente no deja de ser esencia de agua en la epidermis de una ciudad. Seguro que, antes de finalizar este mandato, quizá el último en su haber, el alcalde siembre nuevas fontanas por Zamora, por sus jardines, como en los de la Catedral, donde los árboles, arbustos, flores y hierbas anhelan las caricias del agua, para creerse que forman parte de una Alhambra católica, apostólica y románica (en nuestra ciudad no somos romanos, sino románicos).
Yo sé, porque me lo han susurrado en mis paseos, que toda plaza y avenida principal se sentirían agraciadas si fuentes y estanques formaran parte de su familia urbana. Verbigracia: plaza de la Constitución, ahora quebrada; plazuelas del casco histórico y jardines del Castillo y la Catedral. Las fuentes son las sonrisas de cualquier ciudad.
Eugenio-Jesús de Ávila





















Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.80