Sábado, 13 de Diciembre de 2025

Mª Soledad Martín Turiño
Domingo, 18 de Agosto de 2024
ZAMORANA

El amor y el paso del tiempo

[Img #91079]Rememoro aquí una conversación que mantenían dos mujeres mayores, aunque de muy buen ver, sentadas en una terraza. La cercanía de las mesas me hizo escuchar sin pretenderlo el parlamento de estas señoras que, en ocasiones, se hacía tan evidente por lo que alzaban la voz, que obligaban a mirarlas a los curiosos que transitaban por Santa Clara.

 

Tras los saludos de unos encuentros que, deduje eran muy esporádicos, ponerse al tanto de las familias y sus respectivas enfermedades o achaques que, por cierto, los llevaban con una elegancia que nada parecía indicar que los padecieran, llegó el turno de las confidencias.

 

He de confesar que aquellas tardes de terraza resultaban para mí casi una obligación; mientras degustaba una copa, me entretenía viendo pasar a la gente, curioseando el espectáculo de los viandantes, de sus gestos, de su manera de vestir..., pero también gozaba contemplando los edificios, los escaparates y, de vez en cuando, saludaba a alguna persona que conocía y se paraba a charlar unos minutos conmigo antes de proseguir su camino. Esa era mi costumbre al atardecer, cuando el sol ya no calentaba y se podía disfrutar de unas horas al fresco.

 

Por lo general, sentado en aquella terraza, me abstraía tanto del resto del mundo que, a solas con mis pensamientos era feliz, planeando las tareas del día siguiente, a quien debía telefonear o cuando me decidiría por fin a poner en orden aquel despacho que se había convertido en una especie de trastero donde convivían en deliciosa armonía libros, sillones, apuntes y aquel proyecto de novela que estaba escribiendo y cuya documentación estaba por todas partes con señales de distintos colores en diferentes libros según la parte del tema que me interesara; así que salir a tomar una copa era mi válvula de escape para liberar un poco el esfuerzo de una mañana entera investigando y escribiendo.

 

Vuelvo al tema. Si por algo me llamó la atención la conversación de la mesa vecina, aparte de que no se esforzaban en bajar la voz y se las escuchaba perfectamente, fue por el contenido de lo que le comentó una de las señoras a la otra, que la dejó sin respuesta y escuchando con atención todo el soliloquio. Por lo visto, había tenido un amor de juventud (llamémoslo Eduardo), por quien había bebido los vientos y creía ser correspondida; se veían en el pueblo tan solo en los veranos ya que ella, por su trabajo en otra ciudad, destinaba el mes de vacaciones a cuidar allí de sus padres mayores. En aquella vieja villa, que incrementaba su población en agosto, con motivo de las fiestas patronales, se conocieron, hablaron y salieron unas cuantas veces, siempre con prudencia para que los vecinos no tuvieran que hablar de más.

 

Aquellos días fueron para ella (llamémosla Nati) un bálsamo. Aunque su condición social distaba mucho de ser la misma que ostentaba Eduardo: él se dedicaba a la agricultura en el pueblo y ella tenía un buen puesto en una multinacional; sentían lo mismo, eran conscientes de los comentarios de la gente, de los infundios y de la mala intención comparando las disimilitudes de ambas familias; pero ellos estaban al margen. Eduardo era muy alto, delgado, curtido por el sol, algo desgarbado y con los ojos intensamente azules, y ella se miraba en aquel pedazo de cielo que le devolvía la mirada con arrobo.  Hablaba poco y sentía mucho; a pesar de que ya había pasado los treinta años, seguía soltero y sin intención de cambiar su estado civil porque no encontraba un alma gemela que le satisficiera. Nati, por el contrario, parloteaba sin parar, recordaba su infancia y su familia, también trabajadores del campo, y no daba mayor importancia al hecho de haber adquirido la posición social que ostentaba, ya que solo era debido a que sus padres tuvieron la suerte de prosperar cuando se fueron del pueblo en el éxodo de los años 60-70 a aquella otra ciudad donde ella tuvo la oportunidad de formarse en la universidad.

 

Estaba a punto de acabar el mes de vacaciones y Nati debía regresar a la ciudad, al trabajo, a su vida. La noche de la despedida no hablaron; Eduardo la acompañó en silencio a casa, iban tomados de la mano y, solo al final, se despidieron con un beso que a ella le produjo un estremecimiento por todo el cuerpo, como si fuera una corriente eléctrica. Tras aquel momento, no volvieron a verse ni a saber el uno el otro.

 

Cada verano ella regresaba al pueblo, le buscaba con la mirada por todas partes: en los corrillos de la iglesia, en las mesas del bar, en los paseos… pero no volvió a verle hasta que un día sus miradas se cruzaron: ambos iban con sus respectivas familias en direcciones opuestas. Se detuvieron un segundo y con los ojos se dijeron todo aquello que ambos sospechaban; había pesado más la posición social y se habían casado con personas “adecuadas” a su rango.

 

Nati no había dejado de pensar en él durante años, de rememorar cada palabra, de aquellos ojos que la sedujeron desde el principio, de la humildad y la bonhomía de aquel hombre singular con el que soñaba cuando las cosas iban mal en su matrimonio o cuando la vida la castigaba con una soledad insoportable. Para ella, Eduardo estaba igual que la primera vez, porque cuando la mente ama, el recuerdo permanece inalterable.

 

Un día, otra amiga del pueblo, que era quien la ponía al día de los chismes locales, le enseño una fotografía; a Nati le costó distinguir entre aquellas personas una cara que le resultaba conocida, pero no sabía de qué. La instantánea no era de buena calidad y, más con sospecha que con certeza, se atrevió a mirar en la profundidad de unos ojos que el tiempo había modificado: ya no eran azules, estaban semicerrados y rodeados de arrugas. Aquel cuerpo, ahora visiblemente encorvado, distaba mucho del recuerdo que tenía de aquel hombre llamado Eduardo, tan distinto al que llevaba prendido de su corazón.

 

Se dio cuenta de que había estado durante años enamorada de un recuerdo; constató la severidad del paso del tiempo y cuando llegó a casa, miró por última vez aquella fotografía antes de romperla en pedazos y tirarla junto con los años que había vivido para un recuerdo inexistente. Ahora se centraría en la realidad, había aprendido una lección inexorable.

 

 

Mª Soledad Martín Turiño

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