Martes, 23 de Septiembre de 2025

Mª Soledad Martín Turiño
Lunes, 26 de Agosto de 2024
ZAMORANA

Sin irse del todo

En 1964 el gran Delibes escribió un libro titulado: “Viejas historias de Castilla la Vieja” que podría estar ambientado en cualquier pueblecito de Valladolid o Zamora; en él, su protagonista hace una reflexión sobre lo que significa ser de pueblo; sobre ese concepto que tenemos de arraigo, de pertenencia, quienes nos hemos criado en una vieja villa zamorana y hemos sabido fundirnos con la naturaleza a través de cosas sencillas y cotidianas: pescar, bañarse en el rio, caminar entre los campos sembrados, contemplar el cielo regocijando la vista en el enorme espacio estrellado, escuchar el canto de las chicharras, chapotear en los charcos cuando la lluvia nos refrescaba las calles y perfumaba el ambiente con olor a tierra mojada…

 

Eran situaciones naturales que hoy considero trascendentes, pero a las que la gente del pueblo no concedía importancia alguna; sencillamente, estaban ahí. Del mismo modo, la forma de ser de las personas era, cuando menos, curiosa. Huían de las esperpentadas, de las exageraciones; admitían la vida tal y como era, con una cierta mansedumbre porque Dios lo quería así. A este respecto Delibes lo clava cuando dice: “porque en mi pueblo no se da demasiada importancia a las cosas, y si uno se va, ya volverá; y si uno enferma, ya sanará, y si no sana, que se muera y que le entierren”.

 

Mis ojos de niña aprendieron a entender la vida y la muerte como dos fases de un continuum, tal y como señala la perspectiva budista; aunque, eso sí, se mantenía una acendrada tradición mortuoria, muy típica de los pueblos: lutos prolongados, misas, cabo de años, visitas al cementerio, conmemoración del Día de los Difuntos… De ese modo, un tanto natural, aprendí a no tener miedo a la muerte; aunque sí al dolor, ya que tuve familia cercana que sufrió lo indecible al final de su vida por falta de morfina o cualquier opiáceo que ahora se utiliza habitualmente para aliviar el sufrimiento.

 

De alguna manera, el difunto seguía allí, su pelliza descansaba durante mucho tiempo en el perchero de la casa, se le recordaba a menudo; su presencia permanecía de forma natural, sin estridencias, y eso permitía que la ausencia no fuera tan cortante. Poco a poco iban desapareciendo sus objetos personales y se seguía formando parte del ritmo lógico de los días.

 

Creo que siempre fui consciente de que nadie se iba del todo, mis seres queridos, aunque ausentes, permanecían en el recuerdo, en anécdotas que se contaban, en la forma en que los vecinos hablaban de ellos añadiendo algún hondo suspiro. No sé si, tras esta vida, se pasa a otra como nos dice la religión católica, si atravesamos una dimensión, o nos convertimos en energía; lo que sé es que, volviendo a citar a Delibes: Después de todo las gentes permanecen y algo queda de uno agarrado a los cuetos, los chopos y los rastrojos”

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