Carlos Domínguez
Sábado, 07 de Septiembre de 2024
HABLEMOS

Tiempo de estío

Desde Zamora

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   Es época de asueto, falsa alegría de una sociedad decadente cuyas hordas deambulan, van y vienen sin sentido de aquí para allá, visitando campos, urbes y paisajes, sin captar la belleza que encierran en días de un verano que declina, como hicieran tantos y no menos harán los todavía por llegar. Habrá de aceptarse, dentro de un mundo abocado al imperio de la masa.

 

   A causa de la vulgaridad, gentío y muchedumbres están lejos de comprender que la esencia de lo turisteado radica no en la tierra, espacios y volúmenes que fugazmente se ofrecen a la vista. Ni siquiera en muros, sillares e imágenes de monumentos resistentes al paso los siglos. El valor de esa herencia se oculta en los juegos de luz, especialmente durante los días en que ésta mengua y se desliza entre las formas, enriqueciendo líneas y perfiles al vaivén de un cambiante claroscuro. Con la luz lo físico muda su sólida apariencia, dando vida año tras año y de estación en estación a una materia que, pese a la rotundidad de su mole, nada es sin la mirada dispuesta a apreciar gamas y colores, filtrándose a capricho con objeto de salvar la hondura inexpresiva del vacío.

 

   Supongo que tales episodios acaecen en todos los lugares, pero son notorios en dos ciudades que hicimos nuestras, por vivencia, inmediatez o cercanía. El fin del estío engalana con sus contrastes ambarinos, magia entre plateresca y barroca, la piedra de una Salamanca irrepetible. Sin embargo, una ciudad así es demasiado fastuosa como para no  velar la luz que baña la silueta de rúas y arquitecturas. En ella acaso la materia triunfe, incluso gracias a lo engañoso y tentador de sus destellos crepusculares. Al concluir el verano, los atardeceres salmantinos se graban aún en el espectador con firmeza apabullante, mientras la sombra avanza camino del ocaso, a la pronta espera del frescor nocturno y bullanguero en cualquier terraza de su plaza.

 

    De algún modo, esta Zamora que habitamos se muestra más espléndida, adornada con la virtud de lo pequeño. Sin demasiada pompa fuera de un humilde entorno provinciano, nuestra ciudad se abre estos días agosteños a los juegos de luz, evidentes en sus propios atardeceres, tanto por la modestia de sus calles y plazas, como por la de un románico poco airoso en el estilo, nunca respecto a la originalidad. Luces y sombras que jamás opacan la mirada, pues cada quien, fácil dueño de la estampa, admira tonos y contrastes sorteando líneas fundidas con el paisaje. Frente a la Salamanca que merced a su esplendor señorea un Tormes menor y doblemente tributario, en Zamora, desde la espléndida atalaya del padre Duero, la ciudad se abre generosa a la campiña, horizonte también, quizá como ningún otro, propicio a la fértil claridad de fines del estío.

 

   ¡Vaya!, zamoranos, que al evocar casualmente un pueblo con el nombre y puede que el alma partida, cosas de una aldea y el santo, es verdadero placer contemplar los paisajes de La Guareña, comarca durante estas breves jornadas pródiga en el tímido fulgor de vegas, tesos y alamedas. Admírense, desde la falda que preside la borrosa frontera entre el santo y lo que queda de la vieja aldea, los  matices de una ribera  y un Talanda irrepetibles.

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