COSAS DE AQUÍ
La sed del Duero
Eugenio-Jesús de Ávila
El Duero, río húmedo, tiene sed de gente, de ojos que los miren, de manos que lo acaricien, de lágrimas que recoger. Este hombre de agua que es el río Duradero, que pasa, pero siempre está, unas veces enseñando su portentosa musculatura, en ocasiones, delgadito, tanto que se le notan los huesos del cauce, se extrañaba de que los zamoranos no bajáramos a oler su último perfume, a comprobar como juegan con su piel los gansos y los patos, a ver cómo debate con todos sus puentes, en tertulia de agua y hierro, de agua y piedra, de agua y tiempo, sobre lo que será de ellos cuando se muera la pandemia vírica y acontezca la económica.
Este río piensa mucho en nosotros que somos sus hijos de carne y de agua. Y teme que, en el futuro, nadie baje a consolarle, porque muchos de nosotros nos iremos o nos moriremos. Y si no hay nada que ver, dejará de pasar por aquí. Aunque sabe que la Catedral y sus hijas, la torre y la cúpula, siempre festejarán su eterno discurrir por la ciudad del Romancero, la ciudad pretérita, la ciudad de piedra, a la que, desde hace siglos, viene calmando su sed de justicia, sus sed de ser, su sed de alma.
Eugenio-Jesús de Ávila
El Duero, río húmedo, tiene sed de gente, de ojos que los miren, de manos que lo acaricien, de lágrimas que recoger. Este hombre de agua que es el río Duradero, que pasa, pero siempre está, unas veces enseñando su portentosa musculatura, en ocasiones, delgadito, tanto que se le notan los huesos del cauce, se extrañaba de que los zamoranos no bajáramos a oler su último perfume, a comprobar como juegan con su piel los gansos y los patos, a ver cómo debate con todos sus puentes, en tertulia de agua y hierro, de agua y piedra, de agua y tiempo, sobre lo que será de ellos cuando se muera la pandemia vírica y acontezca la económica.
Este río piensa mucho en nosotros que somos sus hijos de carne y de agua. Y teme que, en el futuro, nadie baje a consolarle, porque muchos de nosotros nos iremos o nos moriremos. Y si no hay nada que ver, dejará de pasar por aquí. Aunque sabe que la Catedral y sus hijas, la torre y la cúpula, siempre festejarán su eterno discurrir por la ciudad del Romancero, la ciudad pretérita, la ciudad de piedra, a la que, desde hace siglos, viene calmando su sed de justicia, sus sed de ser, su sed de alma.




















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