ZAMORANA
Tormenta de verano
Mº Soledad Martín Turiño
Regreso a esta ciudad multitudinaria, cosmopolita y acogedora, nada que ver con la que dejo: tranquila, despierta y más habitable, y me dispongo a salir para caminar un rato; pero cuando ya estoy preparada, me sorprende una tromba de agua, esas tormentas de verano que son tan necesarias y, a la vez, molestas, porque parece como si las nubes se enfadaran y estallan en un fuerte aguacero que hace rebosar las alcantarillas, enfanga los parques e inunda las estaciones de metro.
Decido cambiarme y me quedo en casa contemplando el espectáculo tras los cristales. Siempre me ha fascinado ver llover mientras estoy a salvo, guarecida en el mirador; no pierdo detalle de la gente que se refugia y espera que escampe; otros más intrépidos o, quizás con más prisa, se arriesgan a dar una carrera y empaparse para llegar a la hora a su destino.
El cielo cambia de color y al cabo de un rato surge un tímido arco iris. Todo está brillante: las hojas de los árboles, los coches y las calles aparecen limpias con este agua tan necesaria. De pronto, tal y como empezó, deja de llover, bruscamente, como dando una tregua para que la gente se recupere del aguacero y continúe con su vida.
Oscurece pronto y no apetece salir a la calle para regresar mojado; además, todavía vestimos de verano y no hemos guardado las sandalias para cambiarlas por el zapato cerrado, así que continúo tras los cristales para disfrutar de este ocaso que siempre acarrea algo de melancolía porque se ha consumado otra jornada.
Regreso a esta ciudad multitudinaria, cosmopolita y acogedora, nada que ver con la que dejo: tranquila, despierta y más habitable, y me dispongo a salir para caminar un rato; pero cuando ya estoy preparada, me sorprende una tromba de agua, esas tormentas de verano que son tan necesarias y, a la vez, molestas, porque parece como si las nubes se enfadaran y estallan en un fuerte aguacero que hace rebosar las alcantarillas, enfanga los parques e inunda las estaciones de metro.
Decido cambiarme y me quedo en casa contemplando el espectáculo tras los cristales. Siempre me ha fascinado ver llover mientras estoy a salvo, guarecida en el mirador; no pierdo detalle de la gente que se refugia y espera que escampe; otros más intrépidos o, quizás con más prisa, se arriesgan a dar una carrera y empaparse para llegar a la hora a su destino.
El cielo cambia de color y al cabo de un rato surge un tímido arco iris. Todo está brillante: las hojas de los árboles, los coches y las calles aparecen limpias con este agua tan necesaria. De pronto, tal y como empezó, deja de llover, bruscamente, como dando una tregua para que la gente se recupere del aguacero y continúe con su vida.
Oscurece pronto y no apetece salir a la calle para regresar mojado; además, todavía vestimos de verano y no hemos guardado las sandalias para cambiarlas por el zapato cerrado, así que continúo tras los cristales para disfrutar de este ocaso que siempre acarrea algo de melancolía porque se ha consumado otra jornada.


















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