Martes, 09 de Septiembre de 2025

Eugenio-Jesús de Ávila
Lunes, 14 de Octubre de 2024
COSAS DE DE LA BIEN CERCADA

Zamora, la ciudad otoño

La vida, después del lujurioso verano, se detiene a reflexionar en otoño, una estación que nunca ha sido triste. Nunca nos equivoquemos: la seriedad en el rictus no contiene jamás con la amargura o el desamparo. Estamos ahora en esa época del año en la que la poesía se expresa en las hojas que besan la tierra, en los árboles desnudos, en las nubes grises que quieren engordar el caudal de los ríos, en la paleta de colores que pintan los bosques. Después llegará el invierno, que, pese a lo que se cree, nunca fue amigo ni tampoco pariente del poético otoño, para arrancar aquella última hoja seca prendida de su querida madre, cualquier rama de árbol sin fotosíntesis, helar rostros de olmos, sauces, chopos y almendros, como el que mostraba sus pequeñas almas blancas a la Torre de la Catedral cuando se van yendo los fríos.

 

Zamora podría ser, creo que lo escribí alguna vez, la ciudad del otoño, porque su faz no es tristona, ni sus ojos reflejan melancolía, sino que traduce la seriedad de su carácter, la fuerza de su historia y el honor de Arias Gonzalo y sus hijos. El románico, verbigracia, es una arquitectura sobria, austera, nada altiva ni petulante. El casco histórico, muy dañado por la insensibilidad de generaciones pretéritas, todavía conserva severidad, un tono grave, silencio como queja, como protesta.

 

Esta tarde del ecuador del octavo mes del año, que amaneció con una caprichosa y frívola niebla, regresé a mis paseos de primavera. Comprobé que las avecillas siguen cantando sus trinos, inimitables para los instrumentos de música; el Duero apenas pasaba, como si se hubiera detenido a pasar la tarde de plática con las murallas y la Catedral, sus amigos centenarios; los árboles del parque de Baltasar Lobo mostraban hojas pintadas, sin apenas clorofila; otros, desnudos, se escondían las miradas humanas, mientras el Castillo había cerrado sus puertas, para desconsuelos de numerosos turistas, armados con sus cámaras fotográficas.

 

Bajé por la Puerta de la Lealtad. Una vez más, comprobé que el camino que conduce al Sillón de la Reina sufre la escorrentía de las lluvias y sigo implorando por construir una escalinata de granito, que ennoblecería el acceso a ese testigo de piedra de nuestra historia medieval del Cerco de Zamora. Mi objetivo consistía en contemplar los lienzos de murallas descubiertos en la avenida de la Feria. E imaginé, mientras paseaba, en que es espacio urbano podría convertirse, cuando Guarido ejecute su plan, en el mejor bulevar de la Ciudad del Romancero. No obstante, el Ministerio de Cultura debería actuar, porque es su deber, en la restauración de los lienzos y los cubos de nuestra ciudad, porque son también patrimonio de España, no solo de esta ancianita coqueta que es Zamora.

 

Yo, después de reflexionar mientras escribía sobre mi paseo cultural y ecológico, deduje que soy un hombre otoño, porque soy serio, quizá severo; considerado y, además, no comprendo esta vida sin poesía, sin transformación interior, sin mi decadencia física, pérdida de hojas hasta mi desnudez física, y mi mortalidad. Y aprendí, como argumentaba el gran Sabater, el único gran pensador que nos queda a los librepensadores, después de que se nos fueran García-Trevijano y Escohotado, que “las personas que no cambian nunca, que pasan por la vida sin cambiar y que presumen de que piensan lo mismo que cuando tenían 18 años, en realidad no piensan, ni con 18 ni ahora. Se le metía una idea en la cabeza, como una mosca que se queda zumbando dentro, y la confunde con una idea. Pero era una mosca”.

 

Quiero, pues, que Zamora se transforme, que conserve su patrimonio monumental, su carácter, pero que, después del otoño y el invierno de 2024, se encuentre con la primavera del progreso, de la belleza, del aroma que desprenden las flores del desarrollo. Pero que nunca pierda su alma de otoño, como excelente anciana amante de la poesía.

 

Eugenio-Jesús de Ávila

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