ZAMORANA
Desmitificando el dolor
Le descubrieron un cáncer de mama en una revisión rutinaria, agresivo y en estado avanzado; tanto, que inmediatamente, casi sin darle tiempo a hacerse a la idea, se vio en medio de la quimioterapia, revisiones, pruebas y una serie interminable de visitas al hospital.
Su cuerpo empezó a resentirse, se encontraba desfallecida, sin fuerzas, desganada, sin apetito, controlando como podía las náuseas que se le presentaban tras cada sesión. Tuvo de abandonar el trabajo online del que vivía dando clases. Para colmo, estaba sola en aquel país donde había recalado siguiendo a un príncipe azul que resultó rana y que la abandonó en cuanto conoció la gravedad de su mal. Apoyada en un par de amigos y a punto de pasar por quirófano para extirparle el quiste maldito, tuvo que recurrir a su madre con quien llevaba años sin tener relación.
Su madre recorrió sin pensárselo los casi diez mil kilómetros que las separaban; se sentía feliz porque ¡por fin! podría abrazar a aquella única hija de la que había perdido el rastro durante tanto tiempo, y alentada porque su ayuda sería un bálsamo para las dos. Ambas eran muy espirituales, creían en la fuerza de la mente, en el poder de la meditación, la energía positiva, se cuidaban con productos naturales y tenían un concepto muy claro de que había que respetar el entorno natural y proteger el don de la vida que se nos había dado en custodia.
Juntas pasaron por la intervención que, afortunadamente fue bien, y por un postoperatorio que sufrieron codo a codo, como si el cuerpo de una formara parte de la otra. Los días en aquel país extraño fueron para la madre un reto que superó sin ningún problema. No veía la miseria, ni las carencias, ni la soledad en que se encontraban; solo tenía ojos para aquella hija hermosa, que caminaba erguida y orgullosa de ir con la cabeza sin un solo pelo y con el ánimo de que esa era otra prueba a la que se enfrentaba para ser más fuerte.
Me sorprendió la energía que transmitían, como un reto a la muerte del que ambas iban a salir airosas. Aprendí de aquella fuerza con la que encaraban la enfermedad, el dolor y la soledad y entonces, me di cuenta de esos males pequeños a los que nos enfrentamos cada día: dolor de cabeza, de articulaciones, toses, malestar… en definitiva peplas, achaques y molestias con los que nos obsequia la vida cuando llegamos a una determinada edad y por los que nos quejamos casi continuamente; esas pequeñeces a las que nadie otorgaría demasiada importancia si tuviera delante una persona que lucha contra un mal mayor.
Aprendí y aprendo cada día con esas personas valientes que dan lecciones sin ser conscientes de ello. Esos son mis verdaderos maestros.
Mª Soledad Martín Turiño
Le descubrieron un cáncer de mama en una revisión rutinaria, agresivo y en estado avanzado; tanto, que inmediatamente, casi sin darle tiempo a hacerse a la idea, se vio en medio de la quimioterapia, revisiones, pruebas y una serie interminable de visitas al hospital.
Su cuerpo empezó a resentirse, se encontraba desfallecida, sin fuerzas, desganada, sin apetito, controlando como podía las náuseas que se le presentaban tras cada sesión. Tuvo de abandonar el trabajo online del que vivía dando clases. Para colmo, estaba sola en aquel país donde había recalado siguiendo a un príncipe azul que resultó rana y que la abandonó en cuanto conoció la gravedad de su mal. Apoyada en un par de amigos y a punto de pasar por quirófano para extirparle el quiste maldito, tuvo que recurrir a su madre con quien llevaba años sin tener relación.
Su madre recorrió sin pensárselo los casi diez mil kilómetros que las separaban; se sentía feliz porque ¡por fin! podría abrazar a aquella única hija de la que había perdido el rastro durante tanto tiempo, y alentada porque su ayuda sería un bálsamo para las dos. Ambas eran muy espirituales, creían en la fuerza de la mente, en el poder de la meditación, la energía positiva, se cuidaban con productos naturales y tenían un concepto muy claro de que había que respetar el entorno natural y proteger el don de la vida que se nos había dado en custodia.
Juntas pasaron por la intervención que, afortunadamente fue bien, y por un postoperatorio que sufrieron codo a codo, como si el cuerpo de una formara parte de la otra. Los días en aquel país extraño fueron para la madre un reto que superó sin ningún problema. No veía la miseria, ni las carencias, ni la soledad en que se encontraban; solo tenía ojos para aquella hija hermosa, que caminaba erguida y orgullosa de ir con la cabeza sin un solo pelo y con el ánimo de que esa era otra prueba a la que se enfrentaba para ser más fuerte.
Me sorprendió la energía que transmitían, como un reto a la muerte del que ambas iban a salir airosas. Aprendí de aquella fuerza con la que encaraban la enfermedad, el dolor y la soledad y entonces, me di cuenta de esos males pequeños a los que nos enfrentamos cada día: dolor de cabeza, de articulaciones, toses, malestar… en definitiva peplas, achaques y molestias con los que nos obsequia la vida cuando llegamos a una determinada edad y por los que nos quejamos casi continuamente; esas pequeñeces a las que nadie otorgaría demasiada importancia si tuviera delante una persona que lucha contra un mal mayor.
Aprendí y aprendo cada día con esas personas valientes que dan lecciones sin ser conscientes de ello. Esos son mis verdaderos maestros.
Mª Soledad Martín Turiño




















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